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“En Nigeria nos bombardeaban, íbamos a morir en la guerra. Huimos hacia el Sahara. Muchos bebieron sus orines cuando se nos acabó el agua. Muchos murieron por el camino. Pero nosotros llegamos a Libia. Allá nos maltrataron, nos encarcelaron, porque somos africanos. No quieren negros. Los que pudimos huir corrimos hacia el mar… De los 70 que veníamos en la embarcación, llegamos 30. Pero ahora estamos aquí. Dios quiso que sobreviviéramos”.
Esto es, en la versión que me permite la memoria, lo que recita, en una especie de ritual reforzado por el canto de sus compañeros, un joven nigeriano en un sitio de reclusión en Lampedusa, Italia, después de haber sido rescatado por la guardia costera. Se trata de una escena del documental Fuego en el mar, de Gianfranco Rosi, ganador del Oso de Oro berlinés (2016) y nominado a mejor documental en los premios Oscar, que se presentará en Colombia en marzo. Sutil, fuerte, valiente, esta hermosa película nos muestra la vida apacible de algunos habitantes de la isla mientras a sus costas llegan todos los días las multitudes que huyen de la muerte.
El espectador puede ver allí lo que los medios apenas muestran: el llamado de auxilio desesperado de las embarcaciones que se hunden, la cotidiana tarea de rescate llevada a cabo por un equipo cubierto de blanco aséptico de los pies a la cabeza, la entrega apresurada de los cuerpos de los agonizantes, la reseña de los sanos y salvos, el llanto de las mujeres que se consuelan entre sí, el conteo de los cadáveres en bolsas plásticas. El médico de Lampedusa derrama lágrimas, a pesar de los muchos años que lleva en la tarea. Confiesa que ver los cadáveres de los niños, de las mujeres que dan a luz a la hora de morir y que entierran con su criatura aún unida al cordón umbilical, le hace sentir un hueco en el estómago. Y nos cuenta que también en estas barcazas atestadas hay primera, segunda y tercera clase. Porque así es este mundo que hemos creado. Los que han pagado más van a la intemperie y pueden respirar. Muchos de los que van encerrados y apiñados en tercera, mueren –como en los barcos que traían esclavos– o llegan con graves quemaduras del combustible que se mezcla con el agua en las embarcaciones. Como el jovencito de 14 años que vemos en pantalla. Desnudo. Muerto.
“Sólo abandonas tu hogar/ cuando tu hogar no te permite quedarte. (…) nadie sube sus hijos a una patera/ a menos que el agua sea más segura que la tierra/ (…) Nadie pasa días y noches enteras en el estómago de un camión/ alimentándose de hojas de periódico, a menos que/ los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje/. Los “váyanse a casa, negros”, (…) “negros pedigüeños”, “huelen raro”, salvajes”/ (…) ¿cómo puedes soportar las palabras, las miradas sucias?/ Quizá puedas, porque estos golpes son más suaves/ que el dolor de un miembro arrancado”. Es el poema Hogar, de Warsan Shire, una poeta somalí que vive en Londres. Podemos leerlo en nuestros hogares, tan tranquilos como los de los habitantes de Lampedusa, y también que esta semana aparecieron 74 cadáveres en las playas de Zawiya y que la guerra es la causa de la hambruna en Sudán del Sur. “Naufraga, sálvate, pasa hambre, suplica, olvida el orgullo/ tu vida es más importante”, escribe Shire.
