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¿Y usted qué opina?

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Piedad Bonnett
06 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
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Escribir una columna de opinión es algo que se goza y se sufre. Se goza cuando se siente pasión por la escritura y se tiene algo que decir.

Y se sufre porque no es nada sencillo buscar un tema, un enfoque particular y una estructura sencilla y atractiva. El columnista debe decidir si se ocupa o no de lo coyuntural. Debe informarse a fondo, investigar y esforzarse en escribir bien, algo que va más allá de la redacción y la ortografía. Y, sobre todo, saber argumentar. Y todo eso, en un número exacto de caracteres y, cuando se tiene como oficio, con fecha fija. Todos los viernes antes de las doce de la noche, por ejemplo. Escribirla —y esto incluye su proceso de gestación— puede llevar días y a veces semanas, aunque no lo parezca. Porque como dice un amigo mío, también columnista, por cada columna buena nos sale una regular o una mala. Una vez publicada, usted, señor lector, puede leerla a cabalidad, o de modo transversal, o saltársela. O, si quiere ir más allá, escribir su propia opinión en el periódico. Ojalá argumentada —eso siempre se agradece— y no haciéndola cuajar, como casi siempre, en una mentada de madre o aludiendo furiosamente a la condición sexual o al tamaño de las orejas del columnista.

La ampliación de los canales expresivos del ciudadano lector está en consonancia con estos tiempos, en los cuales la opinión y el conocimiento no son ya patrimonio de una élite intelectual sino construcción colectiva en la que el individuo se expresa como sujeto público. Y las opciones ahora son múltiples. Está el blog, que permite poner los acentos en las peculiaridades del gusto del que escribe, potenciar su voz más allá de cualquier deber público. Y Twitter, que propicia un ejercicio de síntesis que sólo se logra con agudeza e inteligencia. (Y no, como algunos trinos de un ex desesperado, que recurren a anular todos los artículos o a violentar la gramática, como en los viejos telegramas). Twitter es proclive a la sentencia, al humor en todas sus manifestaciones e incluso a la poesía más sutil. Y está Facebook, ese espacio un tanto indecoroso de exaltación de lo privado, donde todos pueden hacer de sí mismos personajes de ficción, llenos de amigos y con familias felices, con caudas incontables de seguidores.

Pero una cosa es la opinión y otra la opinadera. Y lo digo pensando sobre todo en la radio, donde uno puede oír durante horas a gentes que opinan de lo divino y lo humano, riéndose y haciendo chanzas como si estuvieran en la sala de sus casas. O donde se hace simulacro de democracia. ¿Y usted qué opina? De Ucrania, del precio de la tierra o de la última canción de Juanes. El pobre oyente balbucea algo, bien o mal, en sus dos segundos, sin que a ninguno de los periodistas que oye le importe un pito. Argumentar, de un lado u otro, es lo de menos.

Por eso celebro que El Espectador haya convocado a sus lectores a escribir un antieditorial, una columna del lector y una caricatura, que deben cumplir con unos requisitos, entre los que se cuenta, para los textos, una buena argumentación. La misma que yo he intentado para que usted opine.

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