La Encuesta Nacional de Uso del Tiempo del DANE, que midió el comportamiento entre enero y abril de este año, determinó que ahora, en tiempos de pandemia, las mujeres dedican a las tareas domésticas una hora más que en 2017. Pero hay algo más significativo: “Mientras que un hombre dedica tres horas y 10 minutos a actividades de trabajo no remunerado, como lavar la loza, el baño, cocinar o estar pendiente de los niños, entre otros, una mujer se gasta en promedio cada día siete horas y 55 minutos” (El Tiempo, 23 de julio). La diferencia es realmente aterradora.
No es la primera vez que oímos de ella, pero valdría la pena sacar el asunto de la afirmación general con la que suele explicarse —que “persiste la brecha de género”— e ir un poco más lejos en el análisis. Sin ignorar, claro, el dato estadístico que señala que muchas más mujeres que hombres han perdido sus empleos en pandemia y por tanto quedan enteramente al frente del cuidado del hogar, mientras los hombres cumplen el papel de proveedores que les fue asignado siempre en las sociedades patriarcales. Como quien dice, la dinámica económica en momentos de crisis nos ubica más que nunca, como si fuera eso lo natural, en la casa y no en el mundo, y hace creer que estamos diseñadas ante todo para reproducirnos y no para producir.
Pero hay más. Detrás de esa diferencia de horas dedicadas por hombres o mujeres al trabajo del hogar hay razones adicionales. Una de ellas se apoya en una frase que muchas mujeres hemos oído alguna vez de labios de algún hombre cercano: “Yo para eso no sirvo”, aplicada a las más distintas tareas domésticas. A barrer, a cambiar pañales, a hacer un arroz o, incluso, a iniciar un hijo en su educación sexual, cuidar a los padres en la vejez o dar consuelo a un moribundo. Para “eso”, según muchos, las que servimos somos las mujeres. Basta ver en qué proporción somos nosotras las cuidadoras de los niños, los viejos, los enfermos. Y cuántas mujeres sacrifican sus proyectos personales en aras del bienestar de otros.
El “yo para eso no sirvo”, infortunadamente, es literal en muchos casos y eso nos remite a la educación que los hombres han recibido, tanto en sus hogares como en los colegios. Si uno hace un breve sondeo entre mujeres de distinta condición social, verá que hay una constante: la preparación para hacer tareas domésticas es tan precaria en muchos de ellos, que la mujer prefiere asumirlas. Otra cosa sería perder tiempo y paciencia. La encuesta revela, por ejemplo, que allí donde más fallan los hombres es en “el cuidado pasivo” o el “estar pendiente”, con 243 minutos de diferencia. ¿Qué quiere decir esto? Que la mayoría no asume ninguna iniciativa sobre “lo que hay que hacer”, quizá porque de forma inconsciente presuponen que esa carga les corresponde a las mujeres. Su machismo es estructural.
Ninguna tarea, ni en su planificación ni en su ejecución, corresponde “por naturaleza” a las mujeres, que somos todas distintas, pues no hay esencias inmutables a la hora de hablar de género. Es más: como dice Élisabeth Badinter en XY, la identidad masculina, “la masculinidad es algo que se aprende y se construye”. Y por ende también la feminidad. Algo, que por fortuna, están entendiendo las nuevas generaciones. Pero falta, y mucho.