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Lejos del mundo y del progreso, hay un país atormentado por la violencia, cuyos pobladores, casi todos, han sufrido en carne propia o ajena pero cercana los estragos de conflictos que parecen insuperables. Casi la tercera parte de sus habitantes son pobres. Muchos viven en una burbuja de informalidad, en la que parecen no existir leyes que los protejan ni justicia que los ampare. Desde hace decenios, este país, como sus vecinos, lucha sin gran éxito contra un grado de desigualdad social que es dañino y desmoralizante. A veces, este cúmulo de problemas genera una sensación de desesperanza que invade el ánimo de sus habitantes y les nubla la vista, como el eclipse de hace unos días.
Por eso, con frecuencia pierden de vista un país diferente pero simultáneo. Uno en el que la esperanza de vida al nacer se ha duplicado en poco más de un siglo. En el que la mortalidad infantil y el analfabetismo han caído en más de 90 % en este lapso, mientras el ingreso per cápita ha aumentado 15 veces. La misma pobreza que en el primer país parece abrumadora ha caído 70 % en el segundo, pues al comienzo del siglo pasado más del 90 % de la gente era pobre, pero ahora alrededor de la tercera parte lo es. Para lograr los progresos que se ilustran, este segundo país ha registrado la tasa de crecimiento económico más alta de la región en un periodo extendido de 65 años, desde que se consiguen cifras comparativas. Lo ha hecho mientras mantiene una democracia imperfecta, como todas, pero pujante y contestataria, y ha sobrevivido tantos retos, que el primer país difícilmente daría crédito. Este progreso, lento pero persistente como una marea, no ha cesado. En los últimos 30 años el segundo país ha logrado extender la cobertura de servicios públicos a 18 millones de personas nuevas, ha reducido la tasa de homicidios en más de dos tercios y ha multiplicado por cuatro el gasto público por persona, pues el gasto como proporción del PIB se ha duplicado y el PIB per cápita también.
El primero de estos países es el nuestro, Colombia, país aparentemente ensimismado en sus desgracias, dividido por reproches mutuos, propenso a excesos verbales e interpretaciones apocalípticas de la historia —la propia y la ajena—, y prisionero de un grado de miopía que le impide ver al segundo país. El segundo también es el nuestro, Colombia. Es uno que debería inspirar algún grado de orgullo colectivo. Es uno en el que los logros alcanzados hasta ahora —menos espectaculares que mandar a un hombre a la Luna, pero más importantes— deberían suscitar optimismo sobre la posibilidad de seguir construyendo una sociedad mejor.
Pero ha sido tal la fuerza narrativa de quienes viven en el primer país, que aun quienes hasta hace poco vivían en el segundo parecen haber perdido la voz, como si tuvieran vergüenza o estuvieran intimidados. Aunque no se hayan sumado a las voces estruendosas de quienes solo ven una larga procesión de desgracias o no compartan sus diagnósticos extremos, creen que deben imitar su gramática alarmante y, al hacerlo, han dejado de llamar la atención sobre el trabajo que se puede hacer y se necesita seguir haciendo para mantenerse en la senda lenta del progreso.
En el segundo país también hay injusticias, pero son superables. Hay retos persistentes, pero es posible hacer esfuerzos sostenidos. Hay problemas y hay maneras de resolverlos, sin necesidad de adoptar un discurso inmaduro de recriminaciones. No está claro por qué, pudiendo vivir en el segundo de estos dos países posibles, alguien quisiera quedarse en el primero, donde la desesperanza y la furia son la moneda circulante.
