En estos días negros, de tristeza, penuria y depresión, se oye decir que la gente no está viendo que en Colombia haya futuro. Que los jóvenes no están entendiendo para qué estudian. Que los viejos vislumbran un ocaso con sus ahorros en entredicho.
Existe un escenario apocalíptico en el que esto es cierto. Si Colombia se embarca en una aventura a la Venezuela, con políticas repentistas y alocadas, es posible que un siglo de crecimiento económico se detenga y nuestras frágiles instituciones cedan ante el peso de las frustraciones acumuladas.
Pero no es lo que debería pasar. El ingreso per capita colombiano ha crecido, durante más de 100 años y de manera muy estable, a una tasa de 2,3 % por año. En los últimos 50 años ha sido la tasa de crecimiento más alta de América Latina.
Ni la paz, ni las carreteras, ni cualquier otra de las quimeras que con frecuencia nos tratan de vender como panacea van a cambiar esta tasa de manera sustancial. Ojalá los analistas apocalípticos dejaran de decir que este crecimiento no es suficiente para generar empleo, para mitigar la pobreza o para sofocar las frustraciones del momento. Ese tipo de alarmismo no ayuda para nada. Los países se pueden desarrollar de manera sostenida o hundirse rápidamente. Pero, por desgracia, el desarrollo súbito no está en el menú.
Pero sería un error de perspectiva desconocer lo que pasaría si logramos sostener el crecimiento del siglo pasado o aumentarlo un poquito. El crecimiento que ya hemos tenido ha permitido transformar un país muy pobre en uno de clase media incipiente, con notorias mejorías en todos los índices de calidad de vida. Y, salvo en los escenarios catastróficos, sí podríamos seguir creciendo a las mismas tasas. Eso significaría que, en 20 años, Colombia tendría el mismo ingreso per capita, ajustado por poder adquisitivo, que Argentina, Chile o Uruguay. Casi como el de Taiwán. Esto no es inmediato, no es ya, pero tampoco es en el futuro lejano. Los jóvenes de hoy ahorrarían para sus años dorados con ingresos muy superiores a los de sus padres.
Mientras tanto, es mucho lo que se puede hacer. La productividad en Colombia es notoriamente baja, sobre todo en el sector público. Con los mismos recursos, se puede hacer mucho más. Más y mejores carreteras, más acueductos, mejor educación, mejor salud. Así, en todos los campos. El empeño por mejorar la productividad, aunque no es un elíxir milagroso, es la única fuente nueva de crecimiento que aceleraría el desarrollo. Y una mayor eficiencia de los esfuerzos redistributivos del Estado permitiría que la situación de los más pobres mejore más rápidamente que la economía en su conjunto.
Además, se puede mejorar la calidad de vida de maneras que inspiren un sentido de propósito colectivo, sobre todo entre quienes resienten la degradación ambiental que están heredando, acelerando el tránsito a energías sostenibles y vehículos eléctricos, limpiando ríos, frenando y revirtiendo la deforestación, embelleciendo las ciudades y pueblos, construyendo más parques, reduciendo el uso del plástico y los materiales no reciclables. La calidad de vida no es solamente resultado del monto del ingreso per capita, sino del uso que se le da.
Hace ya casi 100 años, el presidente Roosevelt, en la Gran Depresión, dijo: “Lo único que debemos temer es el propio miedo”. Parafraseándolo, podríamos pensar: “Lo único que nos debería preocupar es nuestro propio pesimismo”.