Hace unos meses, el Gobierno congeló las tarifas de los peajes. La versión generosa diría que lo hizo como parte de un esfuerzo por controlar la inflación. La versión más crítica diría que fue una medida populista y estéril, que benefició a los dueños de vehículos a costa del presupuesto general, pues no hay duda de que va a tener que compensar a los concesionarios por el incumplimiento de los contratos.
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El Gobierno tiene razón en pensar que los peajes son altos. Los colombianos pagamos mucho por un servicio con frecuencia deficiente. Parte de la razón es que se hacen obras en los recorridos y se generan cuellos de botella en los tramos no intervenidos, de manera que los tiempos de viaje no caen. Para ser efectivas, las carreteras tienen que eliminar cuellos de botella.
Pero otra parte muy importante es que, desde hace más de 25 años, los gobiernos, con el argumento de que no tienen capacidad para hacer otra cosa, transfieren a los concesionarios riesgos que deberían ser del Estado y que este debería resolver. En particular, pretende que los concesionarios sean responsables de la expropiación de los terrenos necesarios y que tengan que obtener las licencias ambientales requeridas (¡que expiden otras instituciones públicas!). Alrededor de la expedición de las licencias se han configurado negocios oportunistas, de gente que organiza comunidades que a veces ni siquiera existían, para encarecer y demorar el proceso. Los concesionarios tienen que asumir los costos de esta asignación perversa de riesgos y, por supuesto, tienen que transferirlos a los usuarios por la vía del peaje.
Finalmente, el cúmulo de riesgos mal asignados, incluyendo el riesgo de terminación en caso de corrupción, que en Colombia manejamos con más indignación que sensatez, hace que proyectos que deberían requerir tasas de retorno relativamente bajas, porque cuentan con garantías de ingresos por parte del Estado, se vuelvan muy costosos de financiar. Estas tasas de retorno tan altas se reflejan en las tarifas de los peajes.
No es fácil corregir estos temas, que no son nuevos. No se puede acusar a este Gobierno del nivel tan alto de los peajes actuales. Pero, por supuesto, la falta de claridad en las reglas de juego, que este Gobierno sí está promoviendo, seguirá empujando hacia arriba el costo de financiación de los proyectos y, por lo tanto, el costo para los usuarios.
Sería mucho mejor que el Gobierno se resignara a cambiar las cosas más lentamente, pero de manera más sistemática. Tiene que tratar de bajar el costo de financiación de los proyectos, quitándoles a los concesionarios los riesgos que el Estado tiene que manejar, antes de otorgar las concesiones. A su vez, la responsabilidad de tramitar licencias ambientales definitivas puede ayudar a que el Gobierno entienda que las consultas de las comunidades no están cumpliendo su propósito razonable. Si lo lograra, reduciría el costo del capital de estos proyectos. Esto haría que las vías se diseñaran para durar más tiempo en mejores condiciones (pues cambia la relación entre el costo financiero de la construcción inicial frente al mantenimiento) y podrían caer los peajes. Nada de esto se logra rápidamente, pues ya hay muchos contratos firmados que reflejan costos ya incurridos. Pero sería lo que hay que hacer. El sistema de concesiones funciona bien, como las demás actividades económicas reguladas, cuando la regulación funciona bien. Y la regulación solo funciona bien cuando el diagnóstico es correcto y se basa en hechos y no en prejuicios.