Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Franklin D. Roosevelt, al postular a Al Smith para la candidatura demócrata en 1924, popularizó la expresión “el alegre guerrero de la batalla política”. La expresión le quedaba aún mejor al propio Roosevelt, cuyo temperamento inspiraba un gran aire de optimismo. Roosevelt es quizás el mejor ejemplo del animal político que amina a los electores con la idea de que vienen mejores días.
Acá, su contemporáneo, López Pumarejo, transmitía igual entusiasmo. Típico de su personalidad el estribillo que utilizaba en muchos de sus discursos, como el que pronunció al final de su gobierno: “cuántas caras liberales, en este alegre atardecer de mi gobierno”. En su panegírico fúnebre, Lleras se refirió a “las batallas que él libró con alegría, con agilidad, con arrollador impulso vital, sin amarga secreción de jugos rencorosos…”.
Medio siglo más tarde, otro político de la misma estirpe de los alegres guerreros, el presidente Reagan, en su discurso de despedida se refería a la “ciudad esplendorosa en la colina”, que resumía su visión de su país. Dijo: “he hablado de una ciudad esplendorosa toda mi vida política…en mi mente era alta, orgullosa, erigida sobre rocas más fuertes que los océanos, bañada por los vientos, bendecida y atiborrada de gentes de todo tipo viviendo el paz y armonía, una ciudad de puertos libres que zumban con comercio y creatividad”.
Los tres apostaban en su capacidad de inspirar a su electorado con las posibilidades sonrientes del futuro. Pero no es, ni mucho menos, la única fórmula posible. Quizás no todos los tiempos se presten para palabras inspiradoras. Quizás no todos puedan tener el temperamento de guerreros alegres.
El presidente Trump ha hecho su carrera con un discurso oscuro de resentimiento y temor. Su fórmula política, como la de Nixon antes de él, parece basada en la fórmula descrita por el ensayista H.L. Mencken, quien escribió que “la meta de la política pragmática es mantener a la población alarmada, amenazándola con una serie interminable de fantasmas, todos imaginarios”.
¿En qué lugar de este amplio espectro caerá nuestro actual presidente? Tiene la costumbre de llamar fascistas a sus contradictores, esclavistas a los empresarios y empresarios a los narcotraficantes. Sus discursos hacen alusión a las amenazas neonazis, al carácter genocida del capitalismo y a la próxima extinción de la humanidad, precedida de la hambruna, la sequía, la violencia y la migración masiva. Por todos lados ve golpes de estado, conspiraciones y conflagraciones.
Si las fuerzas de izquierda esperaron encontrar en él el tono inspirador de Enrique V, antes de la batalla del día de San Crispín, se han encontrado en nuestro sombrío mandatario con un personaje más parecido al del célebre soliloquio de Ricardo III de Shakespeare. En los Estados Unidos, la retórica oscura de Trump ha generado una metamorfosis terrible en el partido republicano, que no da muestras de llegar a su término, para desgracia propia y del sistema democrático de ese país. Por ahora, ha acabado con el partido republicano tradicional, para reemplazarlo con unas fuerzas reaccionarias y extremistas. Ojalá que acá las expresiones febriles del presidente no le hagan el mismo daño a la izquierda, que merece que su vocero sea menos lúgubre y más tranquilo, ni al país, que requiere políticas eficaces para resolver problemas concretos, en lugar de la retórica tétrica que tiene hoy en sobredosis.
