El ministro de Educación anunció que el Gobierno utilizaría su poder para evitar que las universidades privadas aumenten matrículas por encima de la inflación y las obligaría a asumir los intereses reales de los créditos que otorga el Icetex a sus estudiantes. De facto, quiere convertir a las universidades en deudoras de contratos de crédito que no han suscrito. Sobra decir que ambas medidas afectan las finanzas de las universidades (limitando, por ejemplo, su capacidad para apoyar de manera focalizada a los estudiantes que más lo necesitan) y sientan un precedente preocupante de menoscabo de la autonomía universitaria.
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El ministro justificó estas medidas invocando circunstancias excepcionales: la inflación actual y el crecimiento futuro. No son argumentos muy convincentes: los salarios subirán más que la inflación y la economía siempre tiene ciclos. Las universidades enfrentan una gran presión de costos, generada sobre todo por el aumento del costo del profesorado, y tendrán que acudir a fórmulas variadas para tratar de no trasladarlos a los estudiantes. Es una tarea delicada, difícil y de largo plazo. La intervención “excepcional” no la facilita.
Pero a veces personas y gobiernos tienen la tentación de creer que las circunstancias del momento son extraordinarias y que, por lo tanto, se justifican medidas de excepción. En ocasión, esta tendencia puede llevar a mirar el panorama con ojos frescos. Pero con mucha frecuencia puede generar arbitrariedad. O conducir a soluciones que se sabe que son dañinas, porque han fracasado en el pasado, como el control de precios. O a adoptar soluciones que nunca se han intentado, con buena razón, como volver deudores a terceros que no son parte voluntaria de un contrato.
El ministro sostuvo que acogerse a estas medidas es necesario para que las universidades demuestren su solidaridad con la comunidad en estos momentos “excepcionales”. Es suficientemente compleja la tarea de las universidades, que tienen que ofrecer una educación de alta calidad a sus alumnos, mantener bien remunerados a los profesores y hacerles frente a una acelerada transición demográfica y a los drásticos cambios tecnológicos del sector educativo, sin además tener que hacer frente a acusaciones de falta de solidaridad. Si no aceptaban hacerlo, ¿qué les esperaba? ¿El control de matrículas, como insinuó el ministro? ¿Otros castigos financieros? ¿La amenaza de movilizar a los estudiantes en contra de quienes dedican su vida a tratar de prestar un servicio fundamental?
Este es un episodio melancólico, tanto en el fondo como en la forma. Quizá daría algo de tranquilidad que solo fuera eso, un episodio con un compromiso del Gobierno de no volver a invocar circunstancias de excepción para lograr una victoria tan cuestionable. El ministro dice que quiere aumentar en 500.000 la cobertura universitaria en el cuatrienio. Para esto necesitará el concurso de miles de profesionales del sector. ¿Lo logrará el Gobierno si cuelga una espada de Damocles sobre las universidades?