El actual Gobierno, tan parco en sus propuestas de cambio, no se atrevió a proponer una reforma pensional, como tampoco lo había hecho su antecesor. Ojalá el próximo sí lo haga. En un país en el que uno de cada tres pesos de impuestos se asigna a pagar mesadas pensionales para las cuales se ahorró muy poco y en el que la situación fiscal es cada vez más preocupante, esto es una prioridad.
Hay varios principios generales que deberían prevalecer. En primer lugar, habría que aumentar la edad de jubilación para hombres y todavía más para mujeres. Aun si no se les pide que coticen más allá de los 62 años, ni hombres ni mujeres deberían recibir pensión antes de los 65 años. En segundo lugar, habría que evitar que todo el peso de las pensiones extravagantes que otorgaron las empresas públicas quebradas, como Telecom, Colpuertos, Electricaribe y otras, recaiga sobre los contribuyentes, cuando quienes las otorgaron sucumbieron ante la carga de prebendas grotescas. Como nadie propone dejar a estos pensionados sin pensión, lo lógico consiste en que haya un esquema de transición que los incorpore al régimen general, sin los elementos extraordinarios. En tercer lugar, habría que dejar de ajustar las pensiones cada año por encima de la inflación. Hoy, tras una comedia de errores, las pensiones se ajustan con el salario mínimo, que incorpora un elemento imaginario de productividad. ¿Y cuál es el aumento de productividad que aportan las personas que ya no trabajan? Finalmente, es importante reformar el sistema de prima media, para que cada pensión sea más parecida al ahorro de su beneficiario, y reformar el sistema privado, para fortalecer el elemento subsidiado de los más pobres. En resumen, hay que cerrar parte de la brecha entre los dos, que hoy es demasiado amplia.
El sistema privado debería generar grandes beneficios públicos. En primer lugar, al ofrecer una alternativa al sistema de prima media, que es claramente insostenible. El sistema privado se basa en la idea de que debe haber una correspondencia entre el ahorro y la pensión, y que los elementos de subsidio se deben incorporar de manera explícita y clara. Estos principios se han desdibujado del sistema público. En segundo lugar, el sistema privado tiene el propósito fundamental de promover un sistema de intermediación más profundo, eficiente y competitivo.
En mala hora, entonces, el Gobierno anterior autorizó la integración de los administradores de pensiones en dos grandes grupos, permitiendo en el corto plazo la formación de un duopolio pero amenazando, en un plazo más largo, la existencia misma del sistema. Primero, autorizó la adquisición por parte del Grupo Sura de las operaciones de ING. Luego autorizó la respuesta inevitable: la adquisición por parte de Porvenir de las operaciones de administración de pensiones de BBVA. No hace falta ni siquiera el breve espacio de una columna de opinión para explicar las desventajas de esta consolidación. Basta con decir que gran parte de la labor de intermediación del ahorro —es decir, de las decisiones de quién tiene acceso a fondos— quedó muy concentrada en dos grupos, que además son propietarios de los principales bancos del país.
En Colombia, la acción antimonopólica del Estado se ha concentrado en tratar de prevenir integraciones que se consideren perjudiciales. No hay precedente del uso de la capacidad regulatoria del Estado para escindir operaciones ya integradas, como en el caso de AT&T en EE. UU., por ejemplo. Pero siempre hay una primera vez. La preservación de un sistema privado de pensiones es un propósito fundamental, en el que deberían coincidir todas las campañas políticas. En este contexto, quizá no sobra parafrasear un poco a Lampedusa: “Para mantener las cosas, hay que cambiarlas”.