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Cartel del arbitraje

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Ramiro Bejarano Guzmán
30 de noviembre de 2014 - 03:00 a. m.
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Algunos colegas abogados me han expresado su inquietud porque en varias de mis columnas vengo utilizando la expresión que sirve de título a este artículo, pues sienten que ante el deterioro de la justicia ordinaria y la contencioso administrativa, el arbitraje es la única vía para resolver las grandes controversias, en particular aquellas en las que participan entes estatales.

No deberían sorprenderse, no sólo porque hace años vengo criticando algunas situaciones que desdicen de una institución beneficiosa como el arbitraje, de lo cual dan fe varios de mis escritos insertados en obras jurídicas, sino además porque son vox populi las maniobras que están pasando en sonados procesos arbitrales que ya se comentan abiertamente.

El problema no se reduce solamente a que al Estado lo condenen patrimonialmente en más del 75% de los pleitos arbitrales, mientras que en la jurisdicción contencioso administrativa apenas lo condenan en un 25%. Es necesario establecer lo que está pasando en la entraña arbitral, donde ninguna autoridad controla ni vigila. Aquí van varios sucesos.

Una importante entidad estatal gran generadora de litigios arbitrales, tuvo como árbitro en varios de sus pleitos a cierto profesional del derecho que en la mitad de los procesos decidió renunciar al encargo, para asumir la representación de otro contratista en pleitos contra el mismo ente. Es decir, el flamante árbitro cambió de camiseta en la mitad del partido y pasó de juez a contraparte.

No faltará quien tenga el arrojo de sostener que formalmente no hay impedimento legal para que quien sea árbitro renuncie y se convierta en demandante de una de las partes. En mi opinión sí lo hay, pero si no lo hubiese hay cosas que la simple estética indica que no se deben hacer sencillamente por indecentes, como cambiar de bando. Eso ya ni siquiera lo hacen los políticos, porque pierden su investidura, mucho menos debe hacerlo quien en su condición de árbitro detenta la condición de juez. Y eso tan grave, no parece estremecer a nadie.

Tampoco se entiende la razón por la cual una entidad del Estado que es condenada por uno o varios árbitros por incumplir un contrato, no tiene inconveniente en designar a esos mismos profesionales para que sean también árbitros en otros pleitos similares. Es algo parecido a la mujer maltratada por su marido, que siempre lo perdona a pesar de que sabe que el maltrato se repetirá en la siguiente furia. Los casos abundan y los nombres se repiten. Me resisto a creer que alguien sostenga que es inteligente la decisión de nombrar a un árbitro para que falle un pleito cuando de antemano se conoce su criterio adverso a la causa que se le encomienda. ¿Por qué ocurre eso? No será porque las entidades estatales ignoren lo que está pasando. Hay algo que brilla en esa inexplicable decisión que huele a manguala entre funcionarios, contratistas y abogados.

Por supuesto, son innumerables y escalofriantes las intrigas que se ven en esa imbricada red que obviamente inciden en cuantiosas decisiones adversas no solamente para el Estado. Mientras unos ofician como árbitros, sus amigotes se desempeñan como abogados en el mismo asunto, pero en el siguiente o simultáneo pleito se intercambian los papeles, pues árbitros se convierten en abogados y estos en jueces y todos hacen parte de la gran familia (¿cartel?) del arbitraje. Mejor dicho, el amiguismo a flor de piel, como en Fuenteovejuna, todos a una, participan de un pernicioso carrusel que se mueve en las narices de todos.

Si en verdad se quiere defender el arbitraje que ganó merecido prestigio como método alternativo para resolver conflictos, la solución no es ignorar sus problemas, sino enfrentarlos con verticalidad. La voracidad y la falta de controles no pueden seguir gobernando los procesos arbitrales.

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