El español Peio H. Riaño es el autor del libro que lleva por título el mismo de esta columna, en el que describe las luchas en muchos lugares para derribar monumentos a racistas, esclavistas, invasores y dictadores. Recomiendo su lectura tanto a quienes defienden la idea de que las estatuas o las fotografías gigantescas de supuestos héroes —como en épocas de Stalin— deben permanecer en pie y en los sitios públicos, como a quienes quieran ilustrarse sobre las razones por las cuales los pueblos tienen derecho a no convivir siendo testigos mudos de homenajes inmerecidos desde los espacios públicos.
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El español Peio H. Riaño es el autor del libro que lleva por título el mismo de esta columna, en el que describe las luchas en muchos lugares para derribar monumentos a racistas, esclavistas, invasores y dictadores. Recomiendo su lectura tanto a quienes defienden la idea de que las estatuas o las fotografías gigantescas de supuestos héroes —como en épocas de Stalin— deben permanecer en pie y en los sitios públicos, como a quienes quieran ilustrarse sobre las razones por las cuales los pueblos tienen derecho a no convivir siendo testigos mudos de homenajes inmerecidos desde los espacios públicos.
Recuerda Riaño que “Aristóteles, en su Política, pidió al gobierno que prohibiera «todas las estatuas, pinturas y representaciones indecentes»”, propósito que luego maduró Platón, quien sostenía que “debemos vigilar también a todos los artesanos e impedirles representar, en cuadros y esculturas, lo vil, lo libertino, lo mezquino y lo indecente (…) no toleraremos que nuestros guardianes crezcan entre imágenes de vicio como entre malas hierbas y en un pasto que pacieran poco a poco, sin percatarse de que están acumulando gran corrupción en sus almas”. La controversia, pues, no es nueva ni está clausurada, menos en estos tiempos en los que han caído por la furia popular las estatuas de Belalcázar, Colón, Jiménez de Quesada, Pinochet, Franco, Lenin, Mao, Sadam Husein, entre otros “decapitados” incluidos en el interesante y agradable libro de Riaño.
Esta polémica convive con otra igualmente sustantiva, relacionada con los artistas o escultores que ponen el arte al servicio del poder. Son numerosos los artistas que sucumben a gobiernos despóticos empeñados en llenar las plazas de mentiras a través de la exaltación de quienes personificaron el mal y ejecutaron actos violentos contra la ciudadanía. Lo que pasó con Franco ilustra el riesgo de vanagloriar sátrapas, porque en opinión de Riaño la “falta de fortuna artística y respeto social convierten al monumento en el elemento más vulnerable de la vía pública, a pesar de su aparente inviolabilidad en vida del dictador”, y porque “el arte que se convierte en cómplice y fanático del poder y los poderosos se arriesga a la extinción cuando desaparecen los personajes a quienes sirve”.
El asunto también entraña un convulsionado suceso político en todas partes. Por eso Riaño describe las trifulcas y asonadas que han acaecido en España para derribar montones de estatuas y monumentos aun 40 años después de la muerte de Franco, porque, a pesar de la desaparición física del tirano, el franquismo no ha muerto y reaparece amenazante cuando una comunidad batalla por recuperar el espacio público destinado a glorificar sus “hazañas”.
En Colombia, con las protestas sociales protagonizadas por las mingas indígenas, creció el desencanto por estatuas de conquistadores en plazas y calles, y por eso cayeron no obstante la protesta de algunas élites que alegaban que se borraba la historia. Craso error porque, como lo sostiene Riaño, “la verdadera amenaza de la historia no es la retirada de estatuas, sino la retirada de los presupuestos destinados a la enseñanza pública y al desarrollo de planes de estudio que protejan y amplíen el conocimiento histórico”.
El momierío caleño lloró la caída de Belalcázar, sin preguntarse si los indígenas que lo tumbaron tenían razón —como creo que la tuvieron—, porque en su estrecho universo de gentes acomodadas había que respetar esa “tradición” dada la antigüedad de la estatua. Algo similar sucedió en Popayán, cuyo alcalde, Juan Carlos López Castrillón, seguramente buscando apaciguar a los poderosos de su terruño, se mostró indignado con el pueblo indígena misak por derribar a Belalcázar y salió con la tontería de ofrecer recompensas a quien denunciara a los “vándalos”. Con razón Riaño en su libro le cobra a este burgomaestre la ignorancia de su proceder y la insensatez de su amenaza de restaurar la estatua del fundador de la capital del Cauca.
Libro para leer en cualquier tiempo.
Adenda No 1. Imperdible la estremecedora novela Paraíso, de Abdulrazak Gurnah, escritor oriundo de Tanzania y premio nobel de Literatura 2021.
Adenda No 2. La procuradora Cabello, ficha del Gobierno y de los Char, distribuirá mermelada a dedo y al por mayor entre sus cercanos, con la falsa excusa de estar cumpliendo un fallo de la Corte IDH. ¡Qué vergüenza!