Por cuenta del cubrimiento mediático del magnicidio de Miguel Uribe Turbay, oímos muchas declaraciones incoherentes cuando no ridículas. Horas de transmisión por radio y televisión expusieron a la dirigencia política para que desfilaran por el Capitolio y se detuvieran ante los micrófonos para reclamar que teníamos que unirnos, apaciguar los insultos y bajar los decibeles a los discursos y otras manifestaciones semejantes. Bien intencionados, pero la cosa no es por ahí.
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Hay que hablar claro: el asesinato de Miguel Uribe no fue fruto del azar ni de una rabieta de alguien, como para suponer que suprimiendo los improperios y los adjetivos recuperaremos la concordia y la paz. No, por los hallazgos de la justicia que ya suman cinco personas detenidas como autores de este execrable crimen más un bandido dado de baja, no es aventurado concluir que esto fue una operación macabra de alta filigrana delincuencial en la que deben de haber participado muchas personas, además del menor que disparó y del séquito de facinerosos que han ido cayendo, algunos ya confesos.
La justicia tiene la inmensa responsabilidad de entregar inmediatos resultados que no se limiten al encarcelamiento de los que ya están guardados. Es urgente establecer si estas balas asesinas fueron disparadas por las disidencias de las FARC o el ELN, o por narcotraficantes o la delincuencia común. Si la justicia identifica y pone tras las rejas a los autores intelectuales, eso aliviará la desesperanza de los deudos de Uribe Turbay, pero sobre todo traerá sosiego a una sociedad empanicada.
La solución de dientes para afuera de unirnos todos no resuelve los terribles males que nos aquejan y además es imposible. Eso quedó demostrado esta semana cuando un precandidato afecto al Gobierno asaltó un evento de otros precandidatos con industriales y estos poderosos señores desperdiciaron la oportunidad de responder con serenidad e inteligencia, pues lincharon al invasor con gritos de ladrón. Si eso pasa con gentes supuestamente educadas y dueñas de sus reacciones que están pidiendo calma a la Nación, no hay esperanzas. A eso se agrega la brusca respuesta del jefe natural del Centro Democrático para rechazar la presencia de un expresidente en el velorio del joven dirigente, y hasta la del mismo partido y de su presidente. Y como si fuera poco, los vainazos desconsiderados y provocadores de Petro cuestionando las exequias de Uribe Turbay tampoco contribuyen a la convivencia. Si ese es el tono de los protagonistas del poder, que ni siquiera hicieron pausa en estos días de doloroso luto, se puede concluir que estas agresiones no pararán tomando valeriana ni con falsas promesas de no faltar al respeto.
Las opiniones, inclusive las más autorizadas, reclaman al Gobierno reforzar los esquemas de seguridad de los casi 70 precandidatos presidenciales y de los muchos más que seguramente faltan por lanzarse. Remedio inútil. No van a caber en las calles los carros blindados y los miles de guardaespaldas que tendrán que proteger a políticos amenazados.
Difícil para la Unidad Nacional de Protección y para la Policía Nacional diseñar esquemas de seguridad para los precandidatos, sus familiares y lugares de residencia. Ya es bastante con la custodia a ministros, viceministros, directores de departamentos administrativos, congresistas, magistrados de altas cortes, sus familias, etc.
Ojalá los electores castigaran a aquellos flamantes precandidatos presidenciales que renuncien e inmediatamente aspiren a Congreso, gobernaciones o alcaldías, porque eso es un fraude. Harían bien esos precandidatos en retirar sus nombres ya, sin más cálculos electorales y económicos, y sin generarle al Estado la costosa inversión en su seguridad.
El retiro de tanto improvisado presidenciable no es garantía de que estarán seguros y que nada les pasará a ellos ni a sus familias, pero en algo desactiva la tensión que suscita la perspectiva desoladora de tener que comprobar que quienes aspiran a regir los destinos de la Nación deben deambular como si estuvieran en un campo de guerra.
La paradoja es que, mientras el Gobierno protege a miles de personajes muy importantes, al terrorismo le basta con sacrificar un objetivo, porque con uno solo que asesinen, la sociedad entera tiembla y desconfía de las autoridades, porque, como dicen, es más fácil ser historiador que profeta.
Adenda. Extraordinaria novela La península de las casas vacías de David Uglés, una historia con sabor a realismo mágico de la guerra civil española.