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El fracaso

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Ramiro Bejarano Guzmán
13 de abril de 2014 - 02:00 a. m.
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 Por fin, después de una década maldita, terminaron la doble calzada de Bogotá-Girardot y un megatúnel que conducirá las aguas negras de Bogotá. La noticia debería alegrarnos, si no fuera porque detrás de ella lo que se oculta es un desastre nacional en materia de grandes obras. En efecto, entre la doble calzada y el megatúnel hay solamente 210 kilómetros, lo que significaría que cada año se construyeron apenas 21 kilómetros, promedio pésimo, solamente comparable con la iglesia de la Sagrada Familia en Barcelona, que lleva un siglo en construcción y sin haber sido terminada ya está en reparación.

La terminación tardía de la doble calzada, después de muchos pleitos de toda clase, no es motivo de orgullo. En primer término, no parece claro que en la actualidad sea suficiente una vía diseñada hace diez años para que fuera doble, cuando por su importancia debería contar hoy al menos con cuatro carriles de cada lado. Tenemos, sí, una doble calzada, pero para acceder o salir de ella no hay vías que permitan que el tráfico fluya con rapidez, porque el viajero queda atrapado al llegar a Soacha.

¿Cuál puede ser la causa para que mientras en Colombia tardamos diez años para construir alguna obra de importancia, Ecuador ya cuente con autopistas o Ciudad de Panamá inaugure el metro, para sólo citar dos ejemplos? Hay muchas razones, casi todas pasan por la corrupción, otras por la negligencia estatal, y claro, no faltan los excesos de los ambientalistas.

Las trampas que se tejen para construir una vía son inimaginables. Para empezar, a muchos contratistas del Estado les acontece lo mismo que a las grandes multinacionales de las comunicaciones, las cuales tienen más abogados que antenas para atender a sus sacrificados usuarios. En efecto, cada licitante de una obra pública está asesorado por un batallón de leguleyos que desde antes de firmar los contratos abonan el terreno para que al final puedan instaurar multimillonarias demandas con las que con frecuencia saquean el erario, contando a veces con la complicidad de ciertos tribunales arbitrales. A ello se agregan las reiteradas avivatadas de los propietarios de terrenos afectados con las grandes construcciones, quienes en cuanto se enteran del trazado de una obra, encarecen y entorpecen la adquisición de predios, sin que la legislación —ni siquiera la más reciente Ley 1682/13— proporcione al Estado medios expeditos para hacerse dueño de lo que necesite. Claro, en el camino también hay maromas de funcionarios corruptos que filtran información sobre los diseños viales a cambio de jugosas coimas.

Y como si lo anterior no bastare, hay también un contingente de ambientalistas —o conservacionistas— decididos a no tolerar las grandes obras, como el túnel de la Línea o la carretera que una la costa Atlántica con el resto del país, hoy paralizadas porque algunas autoridades sostienen que tales proyectos destruyen el medio ambiente. ¿Dónde estaban los ambientalistas cuando en Estados Unidos o en Europa construyeron autopistas con puentes y túneles? ¿Por qué allá sí se pudo, y aquí no?

Adenda Nº 1. La imagen de la locuaz candidata Marta Lucía Ramírez quitándose una venda de su boca, será publicidad política o una amenaza de que de nuevo se desatará a hablar sin que nadie la detenga.

Adenda Nº 2. No compartí la decisión de la Corte Constitucional que tumbó las pensiones, como tampoco que a Petro, a pesar de ser mal alcalde, lo destituyera un procurador politizado. Pero rechazo el abusivo llamado de la Comisión de Acusaciones a indagatoria por presunto prevaricato de los magistrados de la Corte Constitucional que fallaron el asunto, porque es evidente que se trata de una venganza de la justicia laureanista de la que hacen parte como denunciante Pablo Victoria y como investigador el representante godo Constantino Rodríguez. Dios los cría.

 

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