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Mientras el Mundial en Catar llenaba los espacios informativos, sucedieron hechos político-jurídicos de trascendencia universal, como la condena por corrupción a la expresidenta argentina Cristina Fernández, la caída en el Perú de Pedro Castillo y la “absolución” del Tribunal de Apelación de Inglaterra y Gales que concedió una dudosa victoria al rey emérito Juan Carlos I de España en el pesado litigio que en su contra promovió su examante Corinna Larsen en la justicia británica. Lo que pidió la señora de marras en su demanda, además del pago de una indemnización no cuantificada, fue que se expidiera una orden judicial que le impidiera a Juan Carlos comunicarse con ella, seguirla, difamarla o acercarse a una distancia inferior a 150 metros. No lo logró.
El exmonarca goza de inmunidad judicial y no puede ser investigado en ningún tribunal británico por hechos sucedidos hasta 2014, cuando dejó de ser el soberano del reino español.
El problema no es que Juan Carlos haya tenido una querida con la que protagonizó demasiadas travesuras, porque sotto voce se rumora que en esas lides de la infidelidad es diestro desde siempre. Hasta su esposa, la reina Sofía, y la sociedad española han sido complacientes con estos novelones, como lo fueron en los años 20 con Alfonso XIII y con el dictador general Primo de Rivera, todos mujeriegos. No, el drama es que en la Constitución de 1978, que sacó a España de la dictadura franquista y le abrió las puertas de la democracia, se previó que “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Y esta disposición es sobre la cual la justicia británica ahora ha decidido que esa inmunidad concebida para proteger al rey en España ha de ser acatada en el resto de los países.
En consecuencia, todas esas supuestas persecuciones del emérito a su barragana tanto en Londres como en Mónaco —ejecutadas al parecer por el servicio secreto español para intimidarla e impedir que hablara y además hacer que le devolviera el jugoso regalo de los 65 millones de euros que a su turno el monarca habría recibido de un jeque árabe, no se sabe si a título de comisión, recompensa, soborno o puro cariño— según la justicia británica no son juzgables porque el rey es inmune.
Las facultades de derecho y los juristas del planeta tendrán que ocuparse de investigar la legalidad o la fortaleza de la decisión de la justicia británica, que en últimas les ha dado un paraguas a todos los jefes de Estado en cuyos países sean inmunes, para que sobre ellos no caigan los jueces extranjeros. Lo que ha sucedido es que la Constitución de un país —España— les ha impuesto a jueces de otras latitudes la inviolabilidad dispensada a sus jefes de Estado.
Antes en Londres fue encarcelado Pinochet, enjuiciado por hechos criminales más graves que la simple corruptela de los amoríos otoñales de Juan Carlos, y también en esa ocasión los togados que inicialmente habían cumplido la orden de un juez español de ponerlo bajo rejas lo liberaron después de año y medio de detención. El sátrapa chileno se libró de la justicia inglesa gracias a la conveniencia política que prevaleció para decretar su libertad. Lo paradójico es que el príncipe Andrés del Reino Unido no pudo convencer a los jueces americanos de su inmunidad como miembro de la realeza, que aún lo investigan por sus andanzas con el pedófilo Jeffrey Epstein.
Un gobernante exonerado de responsabilidad, inclusive penal, termina corrompiéndose. No es que el rey Juan Carlos fuese per se malvado sino que, como lo sentenció el barón de Montesquieu, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, porque “para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”. Tantos años de monarquía adormecidos por la complacencia de que todo lo que hacía estaba bien, porque lo aplaudían los más poderosos de España y una “prensa dócil y cortesana”, llevaron al rey borbón a estrellarse con sus propios actos censurables e impresentables.
En todas partes se cuecen habas, reza el refranero español, pues aquí también algunos vástagos presidenciales —esos parásitos que se sienten reyezuelos y dueños hasta del aire— mueven sus oscuras “inversiones” a través de fundaciones disfrazadas con nombres patrióticos modelo Panama Papers y naturalmente se sienten inmunes.
Adenda. Inversión de 2.500 millones de euros en aviones de guerra. ¿Acaso eso es urgente?
