Los precandidatos presidenciales son constantes en la urgencia de atacar la corrupción, pero ninguno sabe por dónde empezar. El último pronunciamiento es de antología: Íngrid Betancourt la enfrentaría con la muy “novedosa” solución de nombrar a un zar anticorrupción.
Tampoco este columnista tiene la fórmula redentora contra la endemia de la corrupción, pero cualquier remedio tiene que pasar por aprobar una ley que permita el rastreo de la situación patrimonial no solo de los funcionarios sino de sus cónyuges, hijos, parentela más cercana y hasta del entorno de asociados y amistades.
El asunto no se reduce a esa tontería de entregar al posesionarse o retirarse de un cargo la relación de activos y pasivos. Eso es un canto a la bandera. La corruptela es muy sofisticada y utiliza toda clase de triangulaciones para ocultar dineros mal habidos. Es vox populi que un funcionario paracaidista, metido en las entrañas del poder, recibe escuetos ingresos derivados de sus salarios, cuando se sabe que hizo constituir sendas sociedades comerciales en las que no figura pero sí lo hacen sus cómplices, quienes reciben coimas o suscriben jugosos contratos, sin que nadie sospeche quién es el beneficiario real del entramado. Para pescar peces gordos camuflados hay que diseñar mecanismos legales que permitan identificarlos, porque lo que hay es para risas.
La exigencia de informar el estado patrimonial de cada funcionario es tan “transparente” como las cuentas de las campañas que presentan partidos y candidatos al Consejo Nacional Electoral, pues todas mienten. En el caso de los servidores públicos las autoridades no tienen cómo investigar el esquema patrimonial extendido a muchas personas, salvo que se inicie un proceso penal, disciplinario o fiscal, pero Fiscalía, Procuraduría y Contraloría se hacen las de la vista gorda con amigos y copartidarios. De lo que se trata es que esa averiguación pueda hacerse de manera expedita. Bastaría obligar a cónyuges, hijos, primos, subalternos, socios y cercanos amigos a entregar información actualizada sobre sus bienes, y autorizar a un ente público para que vigile que se cumpla con estrictez esa obligación, de manera que quien no la atienda se exponga a todo.
Lo otro es abrir puertas afuera para que burladeros como Panama Papers o Pandora Papers entreguen la información que soliciten nuestras autoridades. Igual debería ocurrir con bancos nacionales y extranjeros. Lo que no puede seguir pasando es que de la noche a la mañana sigamos viendo a exfuncionarios habilitados de empresarios y emprendedores, y que nada pase.
Pero si por el lado de las soluciones anticorrupción llueve, por el del modelo de justicia que cada candidato espera presentar al país no escampa. No se ha oído una propuesta para modificar el nombramiento de magistrados de altas cortes.
Entre las muchas mentiras del Gobierno, está la de que con la ley estatutaria que está en revisión en la Corte Constitucional la justicia se enderezaría. ¡Qué va! Nada pasaría, aun si ese esperpento sale vivo del examen de constitucionalidad, como lo anticipó el bocón e impresentable ministro de Justicia, a quien habría que preguntarle cómo es que está enterado de lo que se discute en ese tribunal. O no sabe nada y lanza globitos para presionar a magistrados.
El doctor Luis Hernández, expresidente de la Corte Suprema, anunció que su propuesta para elegir a magistrados es restablecer la cooptación. No creí estar jamás de acuerdo con esa opción, pero admito que es el sistema menos malo. En mi criterio, para que pueda reimplantarse la cooptación es preciso cambiar íntegramente Corte Suprema, Consejo de Estado y Consejo de la Judicatura, para que hagan cirugía a la justicia reintegrados con otros magistrados que no hayan llegado a esos cargos padeciendo el clientelizado mecanismo perverso de la Constitución de 1991 —que en esto fue desastrosa—. Esas cortes renovadas tendrían que integrarse previo un gran consenso nacional, para que por primera y única vez se seleccionen figuras cimeras que en el futuro puedan designar a sus sucesores, despojados de ataduras politiqueras y burocráticas.
Y esto va tan mal que ningún aspirante presidencial quiere hablar de cómo juzgar a altos funcionarios.
Adenda. El único candidato que el presidente eterno respaldará es uno tan malo como él: Rodolfo Hernández. Óscar Iván y Fico, a curarse las heridas.