Lo que ha hecho esta semana Marta Lucía Ramírez, vicepresidenta y canciller, primero en la Asamblea de la ONU y más tarde expidiendo un comunicado desde la Cancillería sobre las marchas en Cuba, es grotesco y provocador.
Si la Procuraduría y la Fiscalía estuviesen dispuestas a ser independientes y no apéndices del Gobierno, deberían al menos iniciar investigaciones para establecer si esas conductas constituyen o no faltas que deban ser sancionadas.
Se necesita ser muy tahúr para pararse a hablar en la más importante asamblea diplomática del planeta a sostener la mentira irritante de que las muertes de manifestantes durante la protesta social en Colombia fueron obra de vándalos infiltrados. La irresponsable funcionaria llevó como avalista de ese desafío a Emilio José Archila, quien por segunda vez se dejó arrastrar y de nuevo dio muestras de que se siente bien en su rol de pajecito del régimen, dispuesto a integrarse a ese club de fantoches que faltan a la verdad sin ruborizarse. Marta Lucía corroboró que Colombia no está dispuesta a sancionar lo que ya la CIDH estableció que había pasado y eso nos expone a inevitables sanciones internacionales. Si esta es la funcionaria que creíamos que decía la verdad cuando explicó la detención de su hermano narco en los EE. UU., o cuando puso distancia a los negocios de su marido con un sospechoso lavador de activos, tenemos derecho a dudar de que tampoco en esas ocasiones la canciller ha honrado la verdad. Quien miente una vez mentirá siempre.
Y esa actitud falaz quedó repetida cuando la Cancillería expidió un insólito y cínico comunicado exhortando a la dictadura cubana a que permita la protesta pacífica y respete los derechos humanos, como si aquí no tuviéramos el doloroso saldo de muertos, heridos y desaparecidos de las marchas recientes, en el que está comprometida la policía. Ese comunicado tiene el tufo arrogante de Adriana Mejía, la vicecanciller odiosa, arbitraria y perseguidora que ahora, sin hablar francés, irá a gozar de las mieles parisinas en la OCDE.
Ninguna necesidad tenía la Cancillería de expedir un comunicado expresando solidaridad con los cubanos y su creciente proceso de protestas ciudadanas ante lo que es un régimen en decadencia, mucho menos recomendándoles permitir allá lo que aquí es prohibido y respetar los derechos humanos que también han ultrajado gracias al paquetazo director de la Policía, el general Jorge Luis Vargas.
Duque hace lo suyo también, pues no pudo desconocer que detrás del magnicidio en Haití están los exoficiales colombianos y salió a rasgarse las vestiduras, pero haciéndose el de la vista gorda con el papel de la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada. Esta es la responsable de conceder y renovar las licencias a las compañías que, en ese complejo universo de la delincuencia extranjera, hacen atractivo para ciertas organizaciones contratar en Colombia comandos que afuera hagan cosas inclusive lícitas. No se atrevió Duque a pedir cuentas al superintendente Alfonso Clavijo Clavijo, quien moral y legalmente está obligado con el país a no guardar silencio.
Nos contaron que los exoficiales son mercenarios en el extranjero, pero no nos han dicho qué habrán hecho o estarán haciendo aquí por cuenta del paramilitarismo que no incomoda al Gobierno ni al Centro Democrático. ¡Qué miedo!, como dicen en Buga, ¡que nos cojan confesados!
El balance no puede ser más sombrío. En efecto, a pesar de los indicios tan claros, ninguna autoridad ha siquiera anunciado una investigación para remover los cimientos de las empresas de seguridad de donde salió la veintena de oficiales y soldados que se fueron felices a Haití en un crucero del mal, pues unos creían que debían secuestrar al presidente y otros matarlo. Mientras tanto Duque da el pésame sin llamar al orden a nadie.
Adenda No 1. Las recientes y contundentes decisiones de la JEP sobre los “falsos positivos” restablecen la confianza en la justicia colombiana. Va quedando claro quiénes y por qué quieren eliminar la JEP.
Adenda No 2. Difícil creer en el nuevo comisionado de Paz, Juan Camilo Restrepo Gómez, un intolerante enemigo consuetudinario de la paz.