Estaba cantado que tarde o temprano Alejandro Ordóñez saldría mal librado de su aparatoso periplo como procurador.
Lo que comienza mal, termina mal. Salió de la peor manera posible, y escudado en su arrogancia le dio por pronunciar un discurso despojado de grandeza y pulcritud. Cuando le tocó enfrentar la historia, optó por el camino de la mezquindad, la injuria y la calumnia. Pero a él lo que le importaba no era la posteridad, sino el aplauso que le ofrecería la tropa de sus áulicos que seguirán agazapados en la hoy destrozada Procuraduría.
En efecto, las últimas palabras del procurador no fueron las de un estadista, sino de un hombre amargado que prefirió lanzar sobre las cenizas de su merecido desprestigio la infamia de que el Consejo de Estado había anulado su elección para ejecutar en nombre de las Farc y el Gobierno el primer punto de La Habana. Alguien responsable consigo mismo habría enfrentado delante del país el gravísimo cargo de haberse hecho reelegir con votos de magistrados que a su turno habían recibido sus favores burocráticos. Pero, qué va, para eso se necesita tener algo de lo que carece Ordóñez: dignidad.
El balance de los casi ocho años de Ordóñez en el Ministerio Público es una tragedia. Nada le salió bien. Ni siquiera su cruzada religiosa con la que estigmatizó a quienes no profesan su fe. No sólo él se desprestigió, sino que deshonró la Procuraduría. Durante estos últimos ocho años la corrupción creció a niveles nunca imaginados, pues no hubo una Procuraduría que estuviera vigilante. Por andar ejerciendo su catolicismo a ultranza o aspirando a ser candidato presidencial de su partido, la Procuraduría extravió su papel misional entregándose a la orgía de intercambiar favores burocráticos, y por ello su jefe terminó siendo víctima de su propio invento. Aquerenció unos magistrados con canonjías burocráticas y, creyendo que sus amigos podían votar impunemente por su reelección, decidió venderle el alma al diablo; él que es agente oficioso de Dios.
Si Ordóñez no jugó limpio mientras ejerció funciones, menos lo hará ahora. En vez de haber presentado su renuncia en cuanto conoció el fallo, como en su día lo hizo Viviane Morales al anularse su designación como fiscal, el procurador conseguirá que el trámite de los salvamentos de voto y la notificación formal de la sentencia le permitan quedarse unos días más en la Procuraduría. Su objetivo no será propiamente la de impartir justicia disciplinaria en los días que le restan, sino usufructuar el cargo hasta el día de la votación del plebiscito para erigirse como el gran promotor del No y aliado del partido del Uribe y sus histéricos partidarios. Son los cálculos de quien hace mucho tiempo dejó de ser procurador y se convirtió en un politiquero que absolvía a los suyos y perseguía implacablemente a los demás
No se nos olvide que la reelección de Ordóñez no solo fue una escogencia clientelista, sino fruto del apoyo traicionero que recibió de la entonces anodina ministra de Justicia, Ruth Stella Correa, y de la intemperante excontralora Sandra Morelli, para no mencionar a otros oportunistas que pregonaban su independencia mientras taimadamente disfrutaban de la corruptela y los aquelarres presididos por el jefe del Ministerio Público.
Ordóñez le causó daño a la Procuraduría, también a la Corte Suprema de Justicia que lo ternó, al mismo Consejo de Estado que debió tramitar el accidentado proceso judicial para anular su reelección cargado de leguleyadas, al Congreso que lo eligió, al propio gobierno de Santos que propició su reelección tramposa, a los medios y columnistas que aplaudieron y toleraron sus abusos, y, por supuesto, a la Nación entera. Nadie se salva.
Ojalá la lección no se olvide. Nunca más debe pisar la Procuraduría un troglodita y fanático que se larga dejando en ruinas una institución que necesitará muchos años para recuperarse del horror de la era Ordóñez.
Adenda. Muy bien que el Consejo de Estado haya suspendido temporalmente el Tedeum oficial del 20 de julio. Son las señales necesarias para salvaguardar la naturaleza de Estado laico definido en la Carta del 91.
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