Inquietante la polémica suscitada entre el Gobierno y Human Rights Watch (HRW) con ocasión de la divulgación en diciembre del acuerdo sobre víctimas.
La ultraderecha se aprovecha de las inconsistencias protuberantes del acuerdo y entonces quienes hemos apoyado el proceso de paz desinteresadamente —por fortuna excluidos de los conciliábulos oficiales a lo mejor por orden de Sergio Jaramillo y Humberto de la Calle—, debemos soportar a otros intransigentes como Álvaro Uribe y Alejandro Ordóñez, defendiendo el derecho de criticar lo que se volvió imposible de glosar, y queriendo parecerse a Vivanco, a quien antes creían aliado de las Farc.
Tan queremos la paz que estamos dispuestos a tragarnos sapos aun en el tema de justicia. Por ejemplo, aceptar que la punición de los insurgentes, según “el derecho internacional permite sanciones alternativas y reducidas, sobre todo en combinación con medidas integrales de verdad y reparación y garantías de no repetición”. Pero lo que no se entiende es cómo el Gobierno, ante las críticas sólidas de José Miguel Vivanco, responde con una carta floja y populista de Sergio Jaramillo, en la que no responde las observaciones de HRW. El Gobierno no puede incurrir en la misma tontería de Álvaro Uribe y Hugo Chávez, de descalificar a Vivanco y a su organización.
La respuesta de Jaramillo a HRW es más emotiva que dialéctica, está plagada de una retórica vacía con promesas de rendición de cuentas, no repetición, ponderación de calidades de magistrados desconocidos, todo adornado con alusiones obvias a la guerra y a la paz dirigidas a la galería.
Jaramillo intenta sin éxito refutar el argumento de HRW de que las restricciones a la libertad podrían durar menos de cinco años, pero la interpretación de esta organización sigue siendo perfectamente válida. Es cierto que el acuerdo establece que las sanciones basadas en resultados se llevarán a cabo “sin perjuicio de la duración de la sanción impuesta por el tribunal”, pero no queda claro cómo continuarían las restricciones a la libertad una vez que hayan finalizado los proyectos, a los cuales las sanciones están subordinadas. Por si quedaran dudas, el acuerdo establece claramente que el plazo de cinco a ocho años será para la duración de las “funciones restaurativas y reparadoras”, y no para las sanciones como señala Jaramillo.
Es cierto, como lo afirma Jaramillo, que el acuerdo condiciona el beneficio de la restricción de la libertad –que no es lo mismo que prisión efectiva– a la confesión de la verdad plena, como punto central de reparación a las víctimas. No hay duda alguna de que si los guerrilleros mienten al presentarse al Tribunal de Paz, pagarán prisión. Pero lo que no precisa el Gobierno es qué pasará con aquellos insurgentes que no cumplan con el trabajo comunitario que, entre otras cosas, será propuesto por ellos mismos. Cierto también que los guerrilleros serán fiscalizados, pero si no cumplen ¿dónde prevé el acuerdo que ellos perderían sus beneficios e irían a prisión? En ninguna parte, y ello no es asunto menor, porque se traduciría en que los desmovilizados optarían por unos trabajos comunitarios cuyos alcances desconocemos, y cuya desatención no tendría consecuencia alguna. Fácil es suponer que muy pocos se quedarían sin presentarse a un tribunal que no tendría dientes para ponerlos en cintura y sobre todo para garantizar la no repetición.
El Gobierno no puede vanagloriarse de que este proceso de paz es el mejor del mundo porque no habrá amnistías o indultos para los crímenes internacionales que supuestamente serán juzgados dentro de un contexto de verdad, justicia y reparación, cuando todo está por verse. Y menos sacar pecho con la improvisada y no probada versión de que “los expertos coinciden en que es el mejor acuerdo de justicia transicional que se ha hecho hasta ahora en la historia”.
Y tampoco puede dar la sensación de que es prohibido disentir. El hecho de que los acuerdos vayan a someterse a un plebiscito, en modo alguno supone que la discusión esté cerrada.
Adenda. Bien por la reapertura, así sea temporal, de la represa El Quimbo, cerrada por la intolerancia de la canalla ambientalista.
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