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De toda la evidencia que dejó el caótico y televisado consejo de ministros, la más diáfana e irrefutable es la hondísima grieta que divide a los funcionarios del Gobierno. Por un lado, se ubican los fanáticos del cambio; los que creen ciegamente en el presidente Gustavo Petro y sus dones mesiánicos como la ministra Susana Muhamad, que berrea consternada al escuchar a hablar al jefe que la considera “sectaria”. Pero también están los otros, los de la política común y corriente; los que pusieron los votos que necesitaban para hacerse a la presidencia.
Petro ha querido hacer creer a sus bases que necesita un balance entre ambos polos para transformar a este país, cosa que en todo caso ya no hizo. Como si ese mal de los gamonales, clientelistas, corruptos y hasta pitufos fuese uno necesario para concretar sus políticas revolucionarias que hoy solo son palabras.
La verdad es que nada de eso es cierto, ni los cuestionables de la campaña o del Gobierno son sapos que se traga el progresismo de Petro, ni son muletas pasajeras en su tránsito al cambio revolucionario que prometieron y no supieron hacer. La mezcla entre la palabrería vacía y los garosos negociantes del poder es la manera en la que Petro ejerce la política. Así lo hizo en la Alcaldía de Bogotá y ahora repite con el cuantioso botín de la Presidencia.
Ninguna otra razón podría explicar el hecho que se amplió esta semana y las nefastas conclusiones que de él se desprenden. Por confesión de los protagonistas de la novela, el “empresario” —¿de qué?— Xavier Vendrell llevó 500 millones de pesos a la campaña de Petro para recibir la noticia de que no podrían aceptarlos y deberían ser devueltos al donante, un contrabandista conocido con el alias de Papá Pitufo, pues su origen no podía ser comprobado. Al contrario, el origen ilícito de los dineros y del Pitufo es lo que era y es irrefutable. A propósito: ¿dónde está el famoso video, que todavía no aparece, que registró la supuesta devolución de los 500 millones de pesos? Vaya teoría, como si una película que tienen bien guardada exculpara el delito que de todas maneras se cometió y debe ser investigado.
¿Y qué fue lo primero que decidió el presidente Gustavo Petro recién posesionado frente a su amigote Vendrell? El regalo de una naturalización express para que siguiese tranquilo en Colombia, ahora arropado por un pasaporte vinotinto que no hizo nada para merecer, porque desde que llegó no ha hecho cosa diferente a buscar negocios para su propio beneficio y amparado en su cercana amistad con la familia presidencial. En nada ha contribuido esa nacionalización, ni la de otros catalanes dizque progresistas, con el cumplimiento de las promesas que le hizo Petro a Colombia. Pero ese trámite presuroso, que ahora habilita al catalán a hacer negocios y llenarse los bolsillos, también es el sello del “cambio”.
Al presidente le gusta contar con los del discurso y también con los que le pagan la tarima. Por eso exigió que se nacionalizara al señor que le llevó 500 millones de pesos del rey del contrabando, porque lo tiene sin cuidado. Toda la palabrería del cambio se sostiene en la cantidad de verdugos inescrupulosos que ahora son dueños del Palacio de Nariño y del presidente.
Con la nacionalidad colombiana el señor Vendrell ha hecho maravillas; para sí mismo y su gavilla, por supuesto. Las seguirá haciendo mientras Petro ejerza la política, porque como cualquier otro caudillo mediocre, le interesa vender su relato mientras le sirva para consentir a sus amigos.
Ante tanto catalán empresario importante, intelectual brillante, artista luminoso y futbolista prodigioso que estarían gustosos de obtener la nacionalidad colombiana y que podrían retornar cosas útiles para este país, Petro decidió donársela a una comparsa de culebreros culé, varios con problemas en su país de origen.
Lo que falta: el comunicado del director de la Unidad Nacional de Protección, Augusto Rodríguez, lanza un grave señalamiento cuando, después de hacer revelaciones no refutadas por los implicados, tuvo que decir que goza de buena salud y que no suele atentar contra su integridad. A buen entendedor pocas palabras bastan.
Adenda. La Fundación Santa Fe de Bogotá, ejemplo de profesionalismo y excelencia.
