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Más allá de una propuesta

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Ramiro Bejarano Guzmán
08 de enero de 2012 - 01:00 a. m.
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Es probable que ni el mismo Petro hubiese previsto que su cuento del desarme iba a tener las dimensiones que tomó. Lo que era un gesto de paz de un exguerrillero, se convirtió en agenda nacional.

Lo primero que ha sorprendido es saber que son los militares quienes deciden si se desarma o no a las gentes. Es decir, un alcalde solito no puede ejecutar esa magnífica idea, porque una medida de tanto significado político en un país sacudido por el hábito de hacerse justicia por propia mano tiene que contar con el visto bueno de la milicia. Es como si la venta de fósforos solamente pudieran autorizarla los polvoreros o la de licores los alcohólicos anónimos, y no las autoridades civiles.

Una cosa es que los militares decidan a quién le venden o no armas, y otra, bien diferente, es que definan la conveniencia de que las porten, porque esto último tiene que ver con la convivencia ciudadana, en la que ha de intervenir el poder civil. Que los militares asesoren a los alcaldes en esta decisión, por supuesto que sí, pero no que los sustituyan.

Si hoy los militares deciden si un alcalde puede o no prohibir el porte de armas y si además controlan a quienes andan armados, entonces que respondan también por los excesos en que han incurrido muchos de los usuarios de esos permisos.

Lo que hemos venido a saber con ocasión de la fórmula del alcalde Petro es sencillamente aterrador. Por ejemplo, que en Bogotá hay un millón de personas armadas. Las cifras deben ser igualmente estremecedoras si se rastrea el asunto en departamentos donde el paramilitarismo se ha pavoneado con la complacencia y ayuda de las mal llamadas fuerzas vivas, como en Córdoba o el Valle del Cauca, para sólo mencionar casos evidentes. Por eso no sorprendió que el alcalde de Montería —lugar preferido de varios ‘paracos’— se hubiese mostrado tan cauteloso frente a la propuesta de Petro, alegando que antes de decidir era necesario hacer unos estudios, los que nunca se hicieron cuando se armó a tanta gente.

Pero la invitación de Petro también removió a muchos que inexplicablemente venían guardando silencio. Ahora resulta que el consejero presidencial de la seguridad ciudadana, Francisco José Lloreda, a quien le correspondía haber hecho la propuesta que tuvo que lanzar el alcalde, sostiene que desde hace cinco meses tenía preparada una solución similar. Si el asunto no se hubiese vuelto taquillero, ¿cuándo pensaba el Gobierno publicar el proyecto que tenía guardado en el anaquel de las cosas pendientes?

Y como si fuera poco, aparecen ciertos lagartos que han andado muy cerca del paramilitar alias H. H., proponiendo desarmar a los malos, pero no a los buenos, porque ellos además de que son capaces de hacer toda clase de listas, se sienten habilitados para suplantar al Estado en la obligación de proteger a los ciudadanos. Y creen que ese derecho lo ganaron desde cuando la “mano negra” organizó la tenebrosa junta directiva del paramilitarismo de la que habló Castaño en su libro —lo cual sigue sin investigarse—; o desde cuándo unos empresarios vallecaucanos fueron a pedirle a Simón Trinidad que secuestrara a políticos y no a industriales —como en efecto sucedió coincidencialmente a partir de ese encuentro y todavía no se investiga—; o desde el instante en el que intocables “jeques empresariales” corrompidos por la impunidad que les confiere su poder económico pusieron sus feudos al servicio de publicitar la biografía autorizada de Mancuso.

La idea de Petro hay que hacerla realidad, porque si no, ¿a qué horas, entonces, vamos a desterrar la cultura paramilitar que anida en la conciencia colectiva? Y esa reforma tiene que ser en el sentido de que el desarme de las calles no sea un asunto castrense sino político, manejado por civiles con representación popular. Eso es más democrático.

Adenda. Sin duda La redada es una gran película. Real, dramática, estremecedora y con buen trato histórico.

 

notasdebuhardilla@hotmail.com.

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