SIGO SIN JUSTIFICAR EL APLAUSO que prodigó el público asistente a la premiere de Los pecados de mi padre, sobre Pablo Escobar, y la publicitada reconciliación de su primogénito con los hijos de Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara. Salí tan indignado, como lo estuve todo el tiempo.
Salvo algunas fotografías de la vida familiar del capo, que debieron ser deslizadas por el habilidoso vástago del delincuente, nada nuevo trae este documental de lo que ya habíamos visto en los noticieros. La película a duras penas permite a las nuevas generaciones saber del “Cartel de Medellín” que llenó de dolor a muchísimas familias, no sólo las de Galán y Lara. También sufrieron las familias de los policías sacrificados, las de los civiles que cayeron bajo las bombas, las de los empleados del DAS, las del avión de Avianca, las de los jueces y periodistas que desafiaron la mafia, etc., que lamentablemente pasaron desapercibidas en la cinta.
Impresionante sí volver a ver al ex ministro Rodrigo Lara, el simpático e inolvidable amigo del Externado, enfrentándose a Escobar, mientras todo el establecimiento lo “dejaba solo” defendiéndose del ataque de la mafia para destruirlo moralmente, según lo advirtiera el doctor Fernando Hinestrosa. Viendo al joven ministro de entonces que estaba llamado a más grandes y altos destinos, anunciando lo que se venía por cuenta del terror, se siente impotencia de que su aquilatada voz no hubiese hecho reaccionar a esta sociedad que les permitió todo a los mafiosos, hasta llegar al poder.
Pero ¿qué fastidia de la película de marras? Si bien admito que no pude verla con serenidad sabiendo que el hijo del narcotraficante —por cierto asombrosamente idéntico a su padre— estaba en la misma sala, ahora concluyo que fue el mensaje de reconciliación lo que me resultó irritante, pues lo encontré impostado.
No tengo duda de que los hijos de Galán y de Lara, promisorias y limpias figuras del firmamento político, obraron con sinceridad al permitir que se filmara su tenso encuentro con el heredero del asesino de sus padres, pero tengo la sensación de que sus gestos pacifistas fueron utilizados por Escobar Jr. Por su entereza admiro a los Galán y a mi apreciado discípulo, el hoy senador Rodrigo Lara, pero mi sentido del perdón no es hacerme amigo ni ocasional contertulio del verdugo, sino olvidarlo para siempre.
Es allí donde no resulta verosímil la actitud de Escobar Jr., a quien sólo se le ocurrió pedir perdón cuando alguien estaba filmándolo. Al final de la cinta tuve la pavorosa impresión de que estaba asistiendo al regreso triunfal del hijo de un asesino convertido en efímera estrella del celuloide, y eso, me produjo algo más que rabia. Sí, porque aunque Juan Pablo Escobar no es Pablo Escobar, tampoco es ajeno a su recorrido criminal, y tiene una deuda tan grande con la justicia como con la sociedad a la que ahora aspira incorporarse disfrazado de héroe. No es sólo que un ex compinche de su progenitor hoy lo acuse desde la prisión de estar implicado en el asesinato del capitán Fernando Hoyos Posada, o que haya amenazado de muerte a un alto funcionario de derechos humanos. Desde siempre se sabe de sucesos oscuros en los que actuó el “adolescente de la mafia”, que no todos han olvidado.
Ya es bastante con que otro pariente de Escobar, José Obdulio, sea epicentro del poder, como para que se nos vuelva obligatorio idolatrar a quien como Juan Pablo Escobar, primero debió comparecer a la justicia antes que a las cámaras que lo absolvieron.
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Adenda. El presidente del Senado, Javier Cáceres, en una misiva incoherente cargada de errores de ortografía, se queja de mis opiniones sobre su sombría actuación en el debate de Agro Ingreso Seguro, pero revela que en la pasada elección de Contralor “el presidente Uribe ofreció a quienes no resultaran elegidos vincularlos con su gobierno”. Esa insólita promesa convirtió a una aliada suya en gerente de Etesa. ¡Qué transparencia!