Una persona disparaba contra un motociclista que claramente estaba en actitud de fugarse y que luego cayó fulminado. Quien tiroteaba era uno de los comensales de un restaurante en el sur de Bogotá, un expolicía que impidió el robo del que era víctima por unos bandoleros, de los que se han puesto de moda en la capital por estos días de creciente inseguridad. Esas son las noticias diarias mientras el alcalde Galán parece un nefelibata.
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Una persona disparaba contra un motociclista que claramente estaba en actitud de fugarse y que luego cayó fulminado. Quien tiroteaba era uno de los comensales de un restaurante en el sur de Bogotá, un expolicía que impidió el robo del que era víctima por unos bandoleros, de los que se han puesto de moda en la capital por estos días de creciente inseguridad. Esas son las noticias diarias mientras el alcalde Galán parece un nefelibata.
Por supuesto, será la justicia la que determine si fue o no proporcionado el ejercicio del derecho de defensa para repeler a sangre y fuego al asaltante motorizado que huía despavorido, sin esgrimir un arma, mientras que lo enfrentaba el hombre armado que lo dio de baja delante de las cámaras y de los transeúntes.
La terrorífica noticia vino acompañada con las declaraciones del presidente del gremio de restaurantes y de otros sectores empresariales, alabando el gesto del valeroso expolicía que encendió a plomo a los forajidos y mató a dos de ellos. La idea que quedó sembrada en la opinión es la de que el asaltado tiene derecho de matar a su agresor, lo que en buen romance equivale a legitimar la pena de muerte proscrita de la Carta Política. Por fortuna, la voz sensata y civilista del abogado Francisco Bernate puso las cosas en su sitio.
Naturalmente, nadie quiere que lo atraquen en un restaurante ni en ninguna parte, tampoco aplaudir a los sicarios que están llenando de pánico las calles, restaurantes o parqueaderos, pero, parodiando a Camus, hay que tomar conciencia de que no habrá paz mientras la muerte siga siendo regla de conducta en una sociedad. Es aquí donde hay que detenerse a pensar si queremos convivir todos armados hasta los dientes -como lo proponen los momios vallecaucanos María Fernanda Cabal y antes el señorito Cristian Garcés- y andar dispuestos a matar al descarriado que nos asalta, o, para decirlo de manera clara, si pretendemos implantar el sangriento e inconstitucional discurso de que para el ratero solo hay bala y la morgue.
Esa es la lacerante realidad. La inmensa mayoría de los colombianos cree que es legítimo lo que pasó esta semana, porque el desespero de la inseguridad ciudadana genera más violencia: ejecutar ladrones. Por eso es sorprendente que hasta el momento de escribir estas líneas no se haya oído una sola voz de ningún funcionario recordando que los tiempos de la pena capital quedaron atrás. Ese silencio se erige en una subliminal manera de recomendarle al hombre del común “ármese y cuando lo ataquen dispare y mate”. La ley de la selva puede ser menos brutal.
Lo que espera esta sociedad no es que cada quien dispare cuando sea agredido, sino que podamos vivir en paz y eso implica no tener que ultimar a tiros ni siquiera a los asaltantes, ni hacernos justicia por nuestras propias manos.
Se equivocan los empresarios que propician la doctrina a sangre y fuego como único camino para repeler la delincuencia, porque no advierten que ese remedio letal no pacifica sino que multiplica las desgracias. Seguramente no faltará quien riposte ofendido por esta columna, con el consabido reclamo de que quien opina de esta manera es porque no ha sido víctima de la inseguridad. La falacia ad hominem tampoco convence. Aun quienes no han sido atracados son dolientes de lo que sucede en su entorno y tienen el derecho a alzar su voz para que se entienda que matar aumentará las estadísticas de los facinerosos ejecutados, pero nunca extirpará el crimen ni marchitará la inseguridad.
Hay que implementar la inteligencia en las avenidas y lugares públicos; incentivar la presencia de policías y no solamente exhibirlos para militarizar hasta el aire y asegurarle a la Corte Suprema que pueda por fin elegir fiscal; ofrecer recompensas atractivas para derrumbar las organizaciones al margen de la ley; dotar de cámaras todas las vías para anticiparse a los malhechores e identificarlos. Ahí está el principio de la solución. No se puede recobrar la tranquilidad transformando las calles en cementerios ni en fosas comunes, sembrando en el alma de cada compatriota que solo sobrevivirá con el poder intimidante de guardar un revólver en su bolsillo.
Adenda. La captura de Pacho Malo, por la Fiscalía, conducida ahora por su otrora protectora, la fiscal perpetua Martha Mancera, deja más preguntas que respuestas y no despeja la duda de que ella se enclaustra en la Fiscalía para continuar haciendo de las suyas.