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En esto de conseguir la paz brilla el egoísmo y la mezquindad, pues las gentes creen que ese es un asunto de las Farc que no interesa a nadie más. La primera muestra de ese desdén la ha dado el Gobierno mismo, porque es suya la responsabilidad de que la administración de los recursos de la paz haya estado expuesta a la ineficacia y hasta al fantasma de la corrupción. Los escándalos de hoy no estarían amenazando el accidentado proceso de paz si todo se hubiese tramitado con competencia y rectitud.
Hay quienes siguen viendo la captura de Santrich como la detención de un narco más que hay que extraditar ya, como si no estuviese en vilo el futuro de la paz. Al momento de escribir esta columna parece que Santrich suspenderá la huelga de hambre con la que está suicidándose, pero eso resuelve el peligro inminente de su desaparición, no el riesgo de que sea extraditado, ni tampoco otros detalles que siguen generando desesperanza. El exguerrillero deberá desvirtuar las pruebas que militan en su contra que, en opinión de Gustavo Gallón, hasta el momento no se ofrecen contundentes, como se anunció el día de la detención del exguerrillero. Pero si no logra desvirtuar las acusaciones, él tendrá que pagar su falta y los colombianos tendremos el derecho de exigir que nos cuenten con claridad la verdad de lo que pasó.
Lo cierto es que hoy la tarea de implementar la paz se ha traducido en desmovilizar y desarmar a las Farc, para luego dejar a sus hombres en manos de su propia suerte en la selva de cemento que es Bogotá. Quienes así han procedido no han advertido que los exguerrilleros no son angelitos, sino personas que han estado al margen de la ley, peligrosas y temibles, y que en el desespero de verse acorraladas y sin salida, de pronto terminan por creer que el regreso a la guerra es el único escenario posible.
Es imposible asegurar a las Farc que podrán transitar el camino para normalizar su reincorporación a la vida civil si no tienen acceso al sistema bancario y si además sus jefes corren el riesgo de que un buen día les caiga un comando de mercenarios ansiosos de cobrar las recompensas que aún hoy sigue ofreciendo el gobierno americano.
En efecto, después de muchas vicisitudes, el Gobierno le hizo entrega al nuevo partido político de un cuantioso cheque de $5.000 millones, con el cual no pudieron abrir una cuenta en ningún banco, porque mientras las Farc estén en la lista Clinton, ninguna entidad les abrirá sus puertas porque la que lo haga inmediatamente queda convertida en enemiga de Estados Unidos. El jugoso cheque tuvo que ser consignado en una cuenta personal, lo que sirvió a un lagartazo magistrado del desprestigiado Consejo Nacional Electoral para pedir investigaciones y cárcel por supuestos peculados y otros imaginarios delitos.
Y allí no paran las desgracias, porque hay todavía una más que puede poner en riesgo inclusive la seguridad ciudadana. Se trata del temor legítimo que deben de albergar los exguerrilleros porque vengan aquí los cazarrecompensas a capturar, vivos o muertos, a varios de los cabecillas por los que el gobierno americano ofrece cuantiosas gratificaciones. Mientras sigan esos anuncios, no habrá paz segura.
Increíble que en la mesa de La Habana a nadie se le hubiera ocurrido aprovechar la presencia de Bernard Aronson, delegado del presidente Obama, para plantearle la necesidad de buscar una solución que permitiera sacar de la lista Clinton a los insurgentes desmovilizados y para suspender los ofrecimientos de recompensas por sus cabezas. Discutieron todo, pero olvidaron detalles elementales como los que comento, que no son incompatibles con que los guerrilleros sean juzgados y encarcelados. Y es incomprensible que a los burócratas del Gobierno encargados del posconflicto tampoco se les hubiere ocurrido que era necesario rehabilitar los tejidos sociales para asegurar la convivencia de los rebeldes y evitar las tentaciones de que algún ejército de buscadores de “premios” quiera venir por ellos, a sangre y fuego.
El problema, pues, no es solo de las Farc; la quimera de la paz también nos pertenece a todos.
Adenda. Ni un debate más con los candidatos. A menos que les pregunten por cosas comunes y corrientes, no sobre las reformas que supuestamente harían.
