Es diciente y preocupante que el malhadado proyecto de acto legislativo para establecer el derecho al voto a militares y policías esté respaldado por congresistas derechistas del Centro Democrático y del conservatismo. Y es tranquilizador que liberales y en general los progresistas no estén de acuerdo con este esperpento, por lo menos hasta ahora. Esas son líneas imborrables que distinguen las ideologías aun en tiempos de tanta polarización.
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El argumento con el que los ponentes de esta reforma pretenden politizar a soldados y policías es un peligroso artificio. Lo que buscan es que quienes se desenvuelven en los oficios castrenses y policiales gocen al menos del derecho a elegir, porque además de que se sacrifican por todos los colombianos, también son ciudadanos y no pueden ser privados de ese derecho fundamental.
No se niega que policías y soldados sean ciudadanos, pero de ahí a sostener que son iguales a los demás, existe un abismo. Los miembros de la fuerza pública no son iguales a los demás ciudadanos, no solo por las funciones superiores en materia de seguridad que ejecutan, sino porque para cumplirlas están dotados de las armas del Estado. Cuando ellos actúan ejercen la fuerza, que tampoco es igual a la violencia. Por esa razón, cuando alguno de estos hombres equivoca su camino y delinque aprovechándose de su uniforme y dilapida el privilegio de usar privativamente las armas estatales, la comunidad tiembla y se siente indefensa y amenazada.
Si quienes acarician la posibilidad de que reconociendo el derecho al voto de los uniformados van a conseguir un inmenso caudal electoral que les garantizará el manejo del gobierno están muy equivocados. Lo único que falta es que el uribismo regrese al solio de Bolívar de la mano de militares y policías. Aquí son varias las aventuras electorales de oficiales que han dejado el servicio activo para tratar de hacerse elegir y todas han fracasado, por fortuna. Las gentes no son bobas y tienen aprendido que esos soldados habilitados de políticos y luego como mandatarios son siempre improvisados porque no están hechos ni educados para el difícil arte de gobernar.
Tal vez la más reciente aventura de un general camuflado de gobernante la protagonizó Harold Bedoya, comandante del Ejército, quien apenas llamado a calificar servicios le dio por candidatizar su nombre a la Presidencia, creyendo que su campaña feroz contra el Gobierno de turno le sería premiada en las urnas. La derrota fue también histórica. En los últimos tiempos cobró algo de notoriedad el grito intimidante del “¡Ajúa!” con el que el general Zapateiro dio señales de estar interesado en lanzarse al ruedo político, para lo cual contó con un séquito de aduladores que lo abandonó cuando le reventaron algunas denuncias que lastimaron el buen nombre y los bríos del exoficial. En otras palabras, los esfuerzos electoreros de exmilitares y expolicías son nubarrones pasajeros, porque el día de las elecciones estos candidatos confiados en sus excompañeros de armas quedan hundidos entre muy pocos “sufragios”.
El 9 de mayo de 1958, luego de fracasar un golpe de Estado que habría impedido que la Junta Militar entregara las riendas del poder a Alberto Lleras Camargo y asumiera la presidencia por segunda vez, el gran jefe liberal pronunció un memorable discurso en las instalaciones del Teatro Patria de Usaquén, delante de un auditorio militar, el que aún conserva vigencia y que deberían leer los ponentes del proyecto de acto legislativo que aspiran a que los oficiales puedan votar y participar en política.
Dijo Lleras Camargo: “La política es el arte de la controversia, por excelencia. La milicia, el de la disciplina. Cuando las Fuerzas Armadas entran a la política lo primero que se quebranta es su unidad, porque se abre la controversia en sus filas. El mantenerlas apartadas de la deliberación pública no es un capricho de la Constitución, sino una necesidad de su función. Si entran a deliberar, entran armadas”.
Sabia y perdurable lección del estadista liberal, que las nuevas generaciones no deben despreciar.
Adenda. Gregorio Eljach, procurador gobiernista. Primero regaña a la JEP por haber proferido sentencias sin plata, como si esa no fuese responsabilidad del Gobierno; luego lanza un salvavidas a Petro pidiéndole a la Corte Constitucional que se inhiba de pronunciarse sobre el “decretazo”.