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EN LA PROPUESTA DE REFORMA A LA justicia que viene ambientando el Gobierno se propone aumentar de 8 a 12 años los períodos de los magistrados y de 65 a 70 su edad de retiro forzoso.
Adicionalmente, alguien introdujo al artículo 233 de la Constitución este parágrafo transitorio: “El período individual de los magistrados que hayan sido elegidos con anterioridad a la vigencia del presente Acto Legislativo, será de doce años contados a partir de su posesión”. En otras palabras, reelección automática.
Si el Gobierno está tan mortificado con las Cortes y con la morosidad en el trámite de los procesos judiciales, como resulta inocultable que lo está, a juzgar por las declaraciones del presidente, el vicepresidente y hasta del ministro del Interior, ¿por qué diablos, entonces, en el proyecto de reforma a la justicia ha propuesto prorrogar de 8 a 12 años el período de los magistrados, incluidos los actuales, y elevar la edad de retiro forzoso de 65 a 70 años?
Seguramente no faltará quien sostenga que la propuesta de ampliar los períodos y la edad de retiro forzoso de los actuales magistrados contribuirá a la estabilidad de la jurisprudencia. Ese es un argumento bastante polémico, que sus críticos controvierten alegando que la jurisprudencia se anquilosa con jueces que duren tanto tiempo en sus oficios.
El Gobierno y sobre todo los magistrados de las Altas Cortes deberían pensar muy bien esta propuesta, porque lo que no puede ocurrir es que se cree la sensación de que la rama judicial sucumbió ante el halago de que se prorroguen el período y la edad de retiro forzoso de los actuales magistrados, y que por eso andan tan dispuestos a tolerar que el Ejecutivo quiera discutir las decisiones que no le gustan, como la condena a la Nación por lo de Las Delicias, o la negativa a tener como pruebas los computadores de Reyes.
Si la morosidad judicial, que con toda la razón combatió el presidente Santos con ocasión de un proceso que, según él, lleva en trámite siete décadas en Santa Marta, pudiera superarse con dejar a los actuales magistrados en sus puestos, sería una irresponsabilidad permitirles que apenas ejercieran por 12 años o retirarlos a la tierna edad de 70 años. Si el endémico mal de la morosidad de la justicia se solucionara dejando a los actuales magistrados en sus cargos, pues volvámoslos vitalicios, como lo fueron en otra época, y permitamos además que ejerzan sus oficios hasta que el alzhéimer o la vida les alcance.
Pero la cosa no es así de sencilla ni obvia. Lo saben fundamentalmente los propios magistrados, porque lo han aprendido de ver las paredes de sus despachos rodeadas de expedientes mal foliados, no obstante sus titánicos esfuerzos por ponerse al día, sin recursos idóneos y a veces enfrentando adversidades.
El problema es mucho más complejo que ponerles tornillo a las sillas en las Altas Cortes. Lo que está en juego es no desvertebrar todavía más la Constitución de 1991, como ya ocurrió con el esperpento totalitario de haber autorizado la reelección presidencial, además valiéndose de medios ilegítimos. Si con la reforma de ese articulito, ya se causaron los graves daños que estamos todavía padeciendo, lo que es de esperar es que no se introduzcan modificaciones del mismo talante, que descuadernen la estructura de la Carta política. A propósito, tiene razón el expresidente Gaviria en afirmar que lo peor que le ha pasado a la Constitución es la reelección, la que se hizo posible, entre otras, gracias a que su apreciado asesor, Manuel José Cepeda, la apoyó estampando su firma como magistrado en un controvertido fallo de la Corte Constitucional, antes de que su padre se convirtiera en embajador del gobierno reelegido.
Por lo pronto, en aras de la transparencia, el Gobierno debería contarle al país de quién es la idea de prorrogar períodos y edad de retiro forzoso para los magistrados y cuál su justificación. Son detalles que en una democracia no deben quedar ocultos.
Adenda. Más temprano que tarde, Peñalosa se arrepentirá de andar en tan mala compañía, la misma que lo llevó a la estruendosa derrota de hace cuatro años.
