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No voy a opinar sobre el fallo condenatorio del expresidente Uribe; en primer lugar, porque, como lo he advertido en otras columnas, participé inicialmente en ese asunto en el equipo de defensa del senador Cepeda y por elemental decoro no abuso de esta tribuna; en segundo lugar, porque como abogado tengo averiguado que a este proceso le restan todavía muchos sucesos y trámites que es mejor esperar a que se surtan en tranquilidad. Pero esta salvedad que, repito, he puesto de presente siempre, no me inhabilita para referirme a las consecuencias políticas que se están suscitando principalmente en el Centro Democrático luego de la histórica sentencia de condena.
Si bien es comprensible que los amigos de Uribe sigan considerando lo que expresaron en términos airados antes y después del fallo, lo aconsejable es que lo lean y se serenen —al igual que los expresidentes que suscribieron una carta plagada de inexactitudes—, porque no pueden pregonar respeto a las decisiones judiciales y al mismo tiempo denigrar del sistema y de los funcionarios. A estas alturas ya deberían tener aprendido que no se puede convencer a gritos a los jueces, ni menos amenazarlos, porque en eso tienen que intentar no imitar al propio Uribe quien, con su desencajada y brusca declaración del día anterior a la audiencia en la que lo condenaron, dejó en evidencia su ánimo pendenciero porque se entregó a la inútil tarea de agredir hasta a los progenitores de su contraparte.
Ahora los uribistas confirman lo que desde siempre se ha conocido y además consta en los estatutos del Centro Democrático: es un partido de un solo hombre; un mesías, un caudillo inmortal, un monarca sin sucesor, que es en lo que han convertido a Uribe con su visto bueno. Las organizaciones políticas deben ser superiores a sus jefes y subsistir con la fuerza de sus ideas cuando enfrentan situaciones de riesgo prolongado. Si no encuentran en sus filas quien asuma la vocería que hasta ahora ha ejercido Uribe, porque no hay quien lo reemplace o suceda, no hay duda de que ese partido está en problemas y no merecería la credibilidad ni el aplauso de quienes lo han acompañado por años.
Otros países han resistido el deterioro de sus patriarcas y han sostenido sus agrupaciones políticas aun después de destruidas las divinidades que idolatraron. Por ejemplo, Francia al término de la Segunda Guerra condenó a la pena de muerte por traición al mariscal Petain, el vencedor en la Primera Guerra. El “héroe de Verdum” negoció un armisticio infamante con Hitler y presidió el régimen colaboracionista de Vichy, cayó del pedestal en el que lo habían situado sus compatriotas, pero vivió sus últimos días preso y defenestrado, pero De Gaulle lo salvó de la ejecución porque era un anciano de 90 años.
Los casos abundan. Slobodan Miloševic, el poderoso líder serbio, condenado por crímenes de guerra, murió en una celda del Tribunal de la Haya. En Latinoamérica es icónico el reciente episodio de Alberto Fujimori quien, de salvador de la patria por haber aniquilado al grupo terrorista Sendero Luminoso, terminó condenado por violar los derechos humanos y corrupción, entre otros graves delitos, quien estuvo prácticamente detenido hasta el final de sus días. El dictador Pinochet, alabado y endiosado en su tiempo por los momios chilenos, acabó mal desde cuando el juez español Baltazar Garzón lo humilló deteniéndolo en Londres —suceso que ha dejado magistralmente relatado el escritor Philippe Sands en su último libro Calle Londres 38— y luego en su país cuando se descubrieron sus cuantiosas cuentas en el Banco Riggs repletas de dólares mal habidos.
Por supuesto, Uribe no ha sido condenado por traición, ni por robar, ni por los variados delitos que sepultaron a varios de sus colegas, y ni siquiera por una sentencia definitiva. De manera que, si el uribismo pretende seguir sintonizándose con sus seguidores, no puede ser inferior ante esta dificultad que hoy amenaza a su más preciada reliquia. Y el mismo Uribe tendrá que resignarse a que haya partido sin él y después de él, y que aparezca alguien que tenga autoridad para sucederlo, que por lo pronto no se ve quién pudiera ser.
Adenda No 1. Otro decretazo petrista. Esta vez el “bocazas” ministro Guillermo Alfonso Jaramillo reforma arbitraria e inconstitucionalmente el sistema de salud.
Adenda No 2. Gratitud eterna al rector magnífico Carlos Angulo Galvis, quien hizo de la Universidad de los Andes lo que es hoy. Paz en su tumba.
