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                                                                                                                              ¡Aaaggghhh! Adiós a Tom Wolfe

                                                                                                                              Los sesentas, tiempo de revoluciones políticas, sexuales y culturales, también ofrecieron un bautismo a un bebé viejo pero que, según algunos reporteros y escritores estadounidenses, había sido un descubrimiento, un hallazgo extraordinario: el nuevo periodismo. Sus forjadores, o papás de una criatura con antecedentes que podrían remontarse hasta los griegos y latinos, lo reivindicaron como una novedad. Y, bueno, algo de ello era cierto.

                                                                                                                              El que vertió las aguas bautismales al llamativo engendro fue Tom Wolfe, quien, junto a la llamada “banda” del suplemento dominical “New York”, del Herald Tribune, se percataron a principios de aquella década de conmociones que había que introducir profundos cambios en las estructuras del reportaje y la narración periodísticas, sin atender a normas prestablecidas, y utilizando técnicas de la literatura y recursos como el diálogo, el monólogo, las escenas y la inmersión honda en las situaciones y contextos.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Pues no. El reportaje de Talese era eso, puro periodismo, escrito de otra manera. Y entonces Wolfe asimila el golpe. Y comienza su experimentación, en particular con introducción de onomatopeyas, alteración de signos de puntuación, exclamaciones, composición por escenas, apóstrofes, lamentos… Once años después, en su antología El Nuevo Periodismo, este reportero devenido novelista, etiquetaría a tal corriente como una revolución en las formas y contenidos periodísticos. Wolfe era su profeta y uno de sus querubines.

                                                                                                                              Sin embargo, y para ser exactos, la escuelita denominada en los sesentas Nuevo Periodismo era muy vieja. Y ya, en los Estados Unidos como en otras partes, tenía sus precursores. Para no ir muy lejos, John Reed, el llamado Reportero de la historia, era uno de ellos. En América Latina, donde en rigor había plumas de alto vuelo en el periodismo, se podría considerar al argentino Rodolfo Walsh como un genuino fundador de esa tendencia, con su reportaje Operación masacre, publicado en 1957.

                                                                                                                              En Colombia, mucho antes que los gringos se atribuyeran la invención, hubo reporteros de alta alcurnia periodística como Osorio Lizarazo (además, novelista del Bogotazo), García Márquez (con su Relato de un náufrago) y Álvaro Cepeda Samudio.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Con el Nuevo Periodismo, Wolfe, Talese, Capote, Mailer, Rex Reed, Barbara Goldsmith, Hunter Thompson (el del periodismo gonzo), entre otros, querían dinamitar la “novela tradicional” y a los que ellos llamaban “autores dinosaurios”. Decían que los escritores de ficción habían entrado en crisis y decadencia. Y, ante la debacle, el periodismo, el nuevo, era la única salida ante el fracaso de la imaginación.

                                                                                                                              En 1987, el “neoperiodista” Wolfe se transmutó en novelista. La publicación de La hoguera de las vanidades, de enormes ventas, le permitió sustentar que “la función de todo novelista es tratar de entender la sociedad. La novela es un modo de ocuparse de la sociedad” y recordaba a sus maestros Balzac, Dickens, Thackeray, Zola y Dostoievski. Era, además, un admirador de su compatriota John Steinbeck, en especial de Las uvas de la ira.

                                                                                                                              Sobre esta novela dijo que “es una demostración estadounidense ejemplar del método que usaba Zola para escribir novelas: abandonar el gabinete, salir al mundo, informarse sobre la sociedad, vincular la psicología individual a su contexto social, buscar suficiente combustible para alcanzar el pleno potencial como escritor…”. Y se nota que Wolfe aprendió bien la lección. Su novela inicial, toda una inmersión en Nueva York, pinta un tiempo de locura, con héroes, pícaros, placeres y confrontaciones entre las clases sociales.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Wolfe, que salió en dos capítulos de los Simpsons, revolucionó la narración periodística con retorcimientos del lenguaje y uso exagerado de signos de puntuación. Cuando el “nuevo periodismo” le quedó estrecho entonces se mudó a la ficción. El periodista y escritor murió rico y famoso a los 87 años en Nueva York. (¡Brum! ¡Rahghhh! ¡Zzzzffff!).

                                                                                                                              Los sesentas, tiempo de revoluciones políticas, sexuales y culturales, también ofrecieron un bautismo a un bebé viejo pero que, según algunos reporteros y escritores estadounidenses, había sido un descubrimiento, un hallazgo extraordinario: el nuevo periodismo. Sus forjadores, o papás de una criatura con antecedentes que podrían remontarse hasta los griegos y latinos, lo reivindicaron como una novedad. Y, bueno, algo de ello era cierto.

                                                                                                                              El que vertió las aguas bautismales al llamativo engendro fue Tom Wolfe, quien, junto a la llamada “banda” del suplemento dominical “New York”, del Herald Tribune, se percataron a principios de aquella década de conmociones que había que introducir profundos cambios en las estructuras del reportaje y la narración periodísticas, sin atender a normas prestablecidas, y utilizando técnicas de la literatura y recursos como el diálogo, el monólogo, las escenas y la inmersión honda en las situaciones y contextos.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Una noche de 1962, Wolfe, nacido en Richmond, Virginia, en 1931, entró a los gritos a la redacción del suplemento, con un ejemplar de la revista Esquire: “¿Qué es esto?”, decía con un notorio asombro en su expresión. Era un reportaje de Gay Talese al excampeón mundial de boxeo de los pesos pesados Joe Louis, a quien su esposa recibe en un aeropuerto. Es un trabajo montado con escenas, varios planos temporales y espaciales, parece literatura. Y piensan Wolfe y sus camaradas de redacción que el autor pudiera haber inventado apartados y diálogos.

                                                                                                                              Pues no. El reportaje de Talese era eso, puro periodismo, escrito de otra manera. Y entonces Wolfe asimila el golpe. Y comienza su experimentación, en particular con introducción de onomatopeyas, alteración de signos de puntuación, exclamaciones, composición por escenas, apóstrofes, lamentos… Once años después, en su antología El Nuevo Periodismo, este reportero devenido novelista, etiquetaría a tal corriente como una revolución en las formas y contenidos periodísticos. Wolfe era su profeta y uno de sus querubines.

                                                                                                                              Sin embargo, y para ser exactos, la escuelita denominada en los sesentas Nuevo Periodismo era muy vieja. Y ya, en los Estados Unidos como en otras partes, tenía sus precursores. Para no ir muy lejos, John Reed, el llamado Reportero de la historia, era uno de ellos. En América Latina, donde en rigor había plumas de alto vuelo en el periodismo, se podría considerar al argentino Rodolfo Walsh como un genuino fundador de esa tendencia, con su reportaje Operación masacre, publicado en 1957.

                                                                                                                              En Colombia, mucho antes que los gringos se atribuyeran la invención, hubo reporteros de alta alcurnia periodística como Osorio Lizarazo (además, novelista del Bogotazo), García Márquez (con su Relato de un náufrago) y Álvaro Cepeda Samudio.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Con el Nuevo Periodismo, Wolfe, Talese, Capote, Mailer, Rex Reed, Barbara Goldsmith, Hunter Thompson (el del periodismo gonzo), entre otros, querían dinamitar la “novela tradicional” y a los que ellos llamaban “autores dinosaurios”. Decían que los escritores de ficción habían entrado en crisis y decadencia. Y, ante la debacle, el periodismo, el nuevo, era la única salida ante el fracaso de la imaginación.

                                                                                                                              En 1987, el “neoperiodista” Wolfe se transmutó en novelista. La publicación de La hoguera de las vanidades, de enormes ventas, le permitió sustentar que “la función de todo novelista es tratar de entender la sociedad. La novela es un modo de ocuparse de la sociedad” y recordaba a sus maestros Balzac, Dickens, Thackeray, Zola y Dostoievski. Era, además, un admirador de su compatriota John Steinbeck, en especial de Las uvas de la ira.

                                                                                                                              Sobre esta novela dijo que “es una demostración estadounidense ejemplar del método que usaba Zola para escribir novelas: abandonar el gabinete, salir al mundo, informarse sobre la sociedad, vincular la psicología individual a su contexto social, buscar suficiente combustible para alcanzar el pleno potencial como escritor…”. Y se nota que Wolfe aprendió bien la lección. Su novela inicial, toda una inmersión en Nueva York, pinta un tiempo de locura, con héroes, pícaros, placeres y confrontaciones entre las clases sociales.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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