Hubo un tiempo en que la revolución, con todos sus significados, y hasta con sus contradicciones a veces inverosímiles, estaba conectada con la poesía. Era una posibilidad de convertirnos en humanos con tiempo para pensar, solidarizarnos con los derrotados, aupar un cambio no solo interno, mental, cultural, sino, sobre todo, en las relaciones de producción y trabajo. Era un estadio singular, y quizá siga siendo (en su modo utopía), la oportunidad de acelerar la creatividad, de conquistar el ocio y poder dedicar buena parte de la existencia a construir un mundo justo.
La idea del cambio profundo en la sociedad estaba motivada por los dolores que ella generaba. Así, por ejemplo, no era dado admitir que hubiera largos turnos de trabajo, explotación de la mano de obra, formas de prisión de la fábrica. Cómo va a ser posible que alguien, o una colectividad, se dedique solo a trabajar, sin posibilidades para el estudio, para la reunión en familia, para la conexión con el conocimiento, con la cultura. Y entonces se estudiaban las justas por los “tres ochos” en la historia del capitalismo, que, como bien se sabía, nació chorreando sangre por todos sus poros, al decir de Marx.
Dolía, por ejemplo, que se llevara al cadalso a los que mostraban caminos para una vida más decente, con menos desencantos, con más búsquedas de la dignidad, que ya la Ilustración había mostrado su consistencia. La revolución, en sus conceptos y aspiraciones, tenía un hálito poético. Algo así como un canto de Maiakovski o de Brecht. O una visión dolida de Paul Celan. Y aún, sin que la hubiera pronunciado un bardo, la consigna de Emiliano Zapata: “Es mejor morir de pie que vivir de rodillas”, que se escuchó, con altas temperaturas, en asambleas estudiantiles, en discursos electorales, en oradores de un lado y del otro. Una verdad que se prestaba, en determinados casos, para calentar auditorios y hacer demagogia.
Había diversidad de dolores que inflamaban el llamado a los cambios de fondo. El de las mujeres presas en sus casas, o el de las mujeres sobreexplotadas en fábricas y sometidas no solo a largas jornadas laborales, sino a la extorsión de capataces y otros representantes patronales. Como pasó, por recordar un caso a la criolla, en la “huelga de señoritas” de 1920, en Bello, Antioquia, con el liderazgo brioso de una “virgencita rebelde”, como Betsabé Espinal. El dolor oscuro de los mineros, el de los humillados por un sistema de inequidades sociales, el de los despojados de la tierra…
El capitalismo, sin embargo, reacomodó sus tiempos, sus productividades, sus contratos, sus ganancias. Y tras alcanzar su fase superior, la del imperialismo, como lo analizó Lenin (el mismo que advirtió que “sin teoría revolucionaria, no puede haber movimiento revolucionario”), se reptilizó, se erigió como un salvaje trajeado de “salvador”, y adujo que solo en sus pagos era posible la libertad. Y tuvo acólitos a granel. Los mismos que declararon el final de las ideologías, la muerte de la historia, y bazofias similares, edulcoradas y todo, para las nuevas simulaciones.
Y el neoliberalismo privatizó empresas, procesos productivos, y mostró, con yerbajos y mejunjes posmodernos, que era el único que podría garantizar la libertad. Con sus dispositivos ideológicos, con las bengalas del espectáculo, de las modas, en fin, desarticuló los fermentos de las potenciales revoluciones sociales, y lanzó folletines sobre la felicidad, sobre el cultivo del cuerpo, sobre las maneras de desarrollar el “yo”, adobado con inteligencias artificiales y revoluciones tecnológicas. Agilizó la aparición del nuevo narcisismo.
Además, en sus estrategias de nuevas vigilancias escogió dar preponderancia al individualismo más que a los movimientos sociales; cultivó renovados “mesianismos”. Y entonces había que creer en Reagan, en la Thatcher, en Bush, en reyecitos europeos, en laboristas, en socialistas camaleónicos y de salón, en los discursos de “libertad” y “democracia” como antorchas que solo podía prender el imperialismo, que siguió invadiendo, bombardeando, moldeando y acomodando el mundo a sus intereses. Y se sirvió, en sus neocolonias, de “mesías” del criollaje. Unos de derecha, otros de presunta izquierda. Y así.
Cuando la revolución, o lo que así era concebido como un cataclismo social, un poner el mundo patas arriba, pasó de la poesía (nada ingenua) de las loas al estudio, al cultivo del pensamiento y de la acción transformadora, y se pervirtió con los políticos (“los asuntos de la política son demasiado serios para que se los dejemos a los políticos”, según Hanna Arendt) de distintas vestiduras y disfraces, el capitalismo feroz siguió cabalgando.
Pese a tantos maquillajes, a las dinámicas sistemáticas de propiciar el arribismo y otros oropeles, por acá y por allá todavía palpita la utopía, que es más parte del arte poética que de la política. Y que, como decía un director de cine argentino, sirve para caminar, aunque sea a los trompicones. Después de todo, a lo Miguel Hernández, “hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas”.