No siempre es un aserto válido aquel que reza que acabados los razonamientos el camino a seguir es el del insulto. Hay insultos de antología, producto de una larga meditación, de un estudio o reflexión previa que conlleva ingredientes de inteligencia y preparación disciplinada. Otros, surgidos al calor no propiamente del afecto, se erigen luego como referencia de la vulgaridad o de la carencia de argumentos. Depende. Un hijueputazo a tiempo, y según el tono y la intensidad, puede dar al traste con un discurso de presidente o de reyezuelo. O dejar mal parado a quien lo pronuncia.
Hay insultos de postín. Otros, de poca monta, se erigen como representación de la chabacanería y de la falta de tacto (o de olfato). Recuerdo ahora el insulto proferido por Schopenhauer, experto en estas lides, además de ser dueño de un humor negro (sin racismos pues) exquisito, contra Hegel. “Dilapidador de papel, tiempo y cerebros”, “repugnante charlatán sin talento e incomparable garabateador de disparates”, dice del filósofo y compatriota suyo. Y va hilando con saña su manera de descalificarlo, hasta llegar a decir que “una filosofía cuya sentencia fundamental es «El ser es la nada» debería estar en el manicomio, y en cualquier parte salvo en Alemania ya se la habría recluido en uno”.
Schopenhauer, ya sabemos, cultivó el arte de insultar. Y de esa capacidad dejó constancia en un libro imprescindible para quienes quieran aprender asuntos, a veces menudos, relacionados con la injuria y la descalificación del contrario. “Cuando un hegeliano de repente se descubre a sí mismo contradiciéndose en alguna de sus afirmaciones, dice: ‘El concepto acaba de transformarse en su contrario”, señaló el pensador, el mismo que de haber vivido en estas calendas pudiera haber sido puesto en la picota por las feministas, tras haber dicho que la mujer era un animal de ideas cortas y cabellos largos. Igual, en estos tiempos no se hubiera atrevido a pronunciar tamaña barbaridad.
En el Quijote se sueltan “hideputazos” antológicos, como aquel que el caballero andante esgrime contra el cabrero, después de que este aduce que aquel gentilhombre, el de la adarga antigua y dueño de rocín flaco, debe tener vacíos los aposentos de la cabeza. La réplica quijotesca no se deja esperar y le endilga a su contendor las “cualidades” de vacío y menguado, para rematarlo así: “que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió”. Después de proferidas estas sentencias, entrambos se arma un peleón que pudo haber estado en los antecedentes del arte prodigioso que siglos después se llamó el cine.
En esa misma novela de novelas está el diálogo célebre entre Sancho y el escudero del Caballero del Bosque, en torno a la expresión hideputa, que sirve tanto para vituperar como para alabar, según casos y, sobre todo, según la entonación. Un hijueputazo, que no se le niega a nadie, tiene significaciones distintas de acuerdo con el tonito, para lo cual, a veces, el que lo recibe debe tener buen oído. “Confieso que no es deshonra llamar ‘hijo de puta’ a nadie cuando cae bajo el entendimiento de alabarle”, le dice Sancho a su par en la escudería.
Pudo haber sido más parte de una leyenda popular el incidente entre Laureano Gómez y Marco Fidel Suárez. Pero es significativo de lo que estamos tratando. El primero de los mencionados vio venir por la acera al hijo natural de doña Rosalía Suárez, y le espetó lo siguiente: “Yo no le cedo la acera a ningún hijueputa”. Sin alterarse, el autor de “Oración a Jesucristo”, replicó: “Pero, en cambio, yo sí”, y se bajó de la acera sin darle siquiera una mirada al agresor.
Por estas geografías hemos tenido insultadores de postín, como José María Vargas Vila, y otros que solo alcanzan a decir, por ejemplo, “Te doy en la cara, marica”. Hace poco fue sorprendido en pleno “candeleo” de insultos el exalcalde de Medellín Daniel Quintero, quien, en medio de un tumulto, le espetó a un concejal que más bien se iba “pa’ no pegarle, hijueputa”. Así, en el concierto (o desconcierto) nacional hemos tenido representantes expertos en vulgaridad para injuriar, algunos que amenazan con pegar coscorrones y otros que se despachan con un sartal de palabrotas, sin arte alguno, solo en demostración de sus bajezas y carencias.
Hay insultos que se quedan en la memoria como el proferido por Flaubert contra la escritora George Sand: “Es una gran vaca rellena de tinta”. Y muy históricos los de Quevedo contra Góngora, y el intercambio de denuestos entre Lope de Vega y Cervantes. Churchill, el de los tabacos, le propinó un tajante improperio a un contrincante político: “Tiene todas las virtudes que detesto y ninguno de los vicios que admiro”.
Se sabe que los insultos más populares son los que se hacen contra los árbitros de fútbol. Y todavía hay recuerdos del de Maradona contra Juan Pablo II, que no se salvó del hijueputazo.