
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Puede ser por tanta pólvora, por esos apabullantes estallidos que parecen anuncios bélicos, que por ningún motivo quisiera —al menos en este último mes del año— ser perro o gato o pájaro, ni siquiera búho con sus vistas nocturnas y su inverosímil capacidad para girar su cabeza trescientos sesenta grados. En este hueco llamado Valle de Aburrá, desde principios del siglo XXI, los paramilitares, encabezados por alias Don Berna, que hasta se dice fue alcalde de Medellín cuando le vino en gana, inventaron una explosiva barbaridad a la que se bautizó como la “alborada”.
Así que el comandante del bloque Cacique Nutibara (que en su momento pulverizó al otro bando llamado el bloque Metro) puede ser el papá de una aberración descomunal que hace trizas los nervios y la estabilidad de las mascotas. También ensordece a mucha gente, que de pronto brinca hasta el techo con las explosiones de voladores y otros cohetes.
A veces no sobra pensar que, en medio de tantos desafueros, de inequidades de larga duración, de fraudes y corrupciones, al menos los animales deberían tener tranquilidad. Y más en un país en el que desde tiempos remotos ha habido machetazos (como los de Palonegro, en el que el liberalismo fue descabezado para siempre), y aplanchadores laureanistas, y “pájaros —como aquel novelado Cóndor Lozano— y chusma a montones, y donde el neoliberalismo nació y creció “chorreando sangre por todos sus poros”, y en el que miles de humanos han sido desplazados por otros (no tan humanos).
Al menos, podría decirse que los animales, sí, esos nuestros similares, tuvieran también justicia, como consecuencia de una “responsabilidad colectiva”, como secuela del ejercicio de la racionalidad y de toda esa parafernalia que — a veces de modo hiperbólico— hemos llamado la “civilización”. Así, por ejemplo, lo ha planteado Martha C. Nussbaum. Que haya compasión para tantas especies que, casi siempre, son mejores que muchos humanos ya deshumanizados.
Podría haber más aperturas a la indignación, más cultivo del rechazo colectivo a los maltratos, a las torturas y otros martirios que se les infligen a los “animales no humanos”. En particular, porque unos y otros, habitamos en el mismo planeta (sí, el de guerras y genocidios, de invasiones y neocolonialismos, de bombas atómicas y desplazamientos forzados), y porque, de ser verdad que somos racionales, deberíamos estar del lado de esas especies que ciertos “humanoides” consideran inferiores.
“Los humanos creemos que, por habernos encontrado aquí, tenemos derecho a usar el planeta para nuestro sustento y a tomar partes de él como nuestra propiedad. Pero negamos a otros animales el mismo derecho, aunque su situación es exactamente la misma. Ellos también se encontraron aquí y tienen que intentar vivir lo mejor que pueden. ¿Con qué derecho les negamos el derecho a usar el planeta para vivir, tal como nosotros lo reclamamos?”, dice la filósofa estadounidense.
Hace algún tiempo leí un cuento triste, del escritor serbio Danilo Kis, llamado El niño y el perro, en el que hay un perro que habla y relata cómo nació, quiénes fueron sus hermanos de parto y cómo los ahogaron a casi todos. También cómo consiguió un “dueño” y terminó siendo la “mascota” de un chico, al que Dingo (así se llamaba el can) “pertenecía en cuerpo y alma”. El niño, que posiblemente llegará a ser poeta, se tiene que ir a otra parte a estudiar y abandona a su compañero de cuatro patitas. Adelantemos que hay un desenlace lacrimoso e infeliz.
Más recientemente, leí un cuento maestro, titulado Gato, de Mario Escobar Velásquez, cuyo protagonista es un callejero gato de Angora que termina en entejados del viejo sector de Guayaquil, ya decadente, en el que, además, aparecen un perro callejero, un búho extraordinario, palomas y ratas. También es un cuento triste, y en el que, pese a todo, en aquel turbulento sector de Medellín conviven migrantes, comerciantes, policías, putas y toda una “fauna” humana con otra no humana.
Retornando a planteamientos de Nussbaum, que los fundamenta en Aristóteles, pero también en tesis del filósofo y economista Amartya Sen, es clave poner en evidencia cuestiones en torno a quién o quiénes diseñan los órdenes y principios políticos de la sociedad, con qué fines, a quién van dirigidos. Y en tales elucubraciones hay que contemplar, asimismo, la inclusión de los animales no humanos, que “toda sociedad debe respetar, defender y garantizar”. Se requiere un tejido social para pensar y expandir ideas en torno a la buena vida, a la dignidad y el respeto para aquellas especies que no son humanas y también son parte del hábitat planetario.
Quizás tales reflexiones pueden ser parte de una utopía. Son un constructo. Un deseo. O una quimera fugaz. Mientras, no solo hay explosiones decembrinas, sino —en tantas geografías— bombardeos, masacres, hambrunas, despojos… El sistema (cualquier cosa que sea) destruye humanos y no humanos. Entre tanto, un perrito llora.
