Se expande de nuevo sobre el país un tufillo mefítico sobre la presunta necesidad de armar civiles; de que el Estado no tenga el monopolio de las armas, sino que lo comparta con agrupaciones de autodefensa. Ya comenzaron las presiones de ganaderos y la propaganda alrededor de tornar a los tiempos en que, en distintos puntos geográficos, se creaban organismos paraestatales, con el pretexto de combatir a la subversión. Y ya sabemos (si es que no hemos olvidado) en qué consistió tal desmadre y cómo se erigió un proyecto político-militar que sembró el terror en Colombia.
Distintos sectores se han vuelto a pronunciar para pedir armas, que se legalice su porte, que la “gente de bien” pueda andar con pistola al cinto. En un país de raigambre violenta, con pasado inundado de sangre y resolución de conflictos a punta de bala, en el cual el factor “tierra” es una de las causales de múltiples desmanes, vuelve y juegan las ganas de “hacer justicia” por mano propia.
Desgranemos la mazorca. A qué se ha llamado, en un país de abismales brechas sociales, “gente de bien”, como se oye cada vez que se solicita que sea esta la que pueda estar armada, seguro porque hay otra gente que no es “de bien” a la que hay que mantener, al menos, atemorizada. O a distancia. O, porque, así de claro, hay que sacarla de circulación. Sí, porque son sospechosos. No se sabe si subversivos. O rateros comunes. O negros. O indios. O, en todo caso, sin plata.
¿Acaso la “gente de bien” es la que posee enormes extensiones de tierra, ganado, autos lujosos, dinero en la banca suiza, inversiones en Wall Street? El término, en un país de discriminaciones y desprecios a los más pobres, que son mayoría, se ha referido a los que se han “blanqueado” gracias al parné. Los que compran abolengos y falsas prosapias. Tal vez son solo aquellos que pertenecen a exclusivos clubes y, como en tiempos inmemoriales, representan el “buen tono”. Pueden estar en el corrillo los que encubren la vulgaridad con el “vil metal”. Y, por qué no, las “carangas resucitadas”.
Los que piden la legalización del porte de armas, o que, de lo contrario, como dijeron ganaderos del Cesar, lo harán a toda costa, creen que con ello se reducirá la criminalidad. Se ha probado, al menos en los Estados Unidos, donde cualquiera compra un rifle o un revólver en una tienda, que el porte autorizado de armas no previene el delito, sino que puede fomentarlo. Y estimular la violencia. Puede ser que, en un país de pavorosas intolerancias como el nuestro, donde existe una especie de disfrazado “kukluxklan” a la criolla, a la gente “de bien” le dé por eliminar a quien considere peligroso y diferente. Nada raro (aunque, se ha visto, para ello no se requieren armas autorizadas).
Ya el senador Uribe comenzó sus presiones contra el ministro de Defensa, el mismo que dijo que había que “regular” las protestas populares, para que atienda a la “gente de bien” en sus ganas de portar armas con salvoconducto. “Le escribo todos los días”, dijo el expresidente, al tiempo que solicitó que haya “cooperantes” en la política de seguridad. Le faltó agregar la necesidad de tener “buenos muchachos”, como los que él tuvo en el extinguido DAS y en otros puestos de Estado.
En aquellos tiempos de la “buena muchachada”, los que no cabían ahí, valga el recorderis, eran los de las ONG “peligrosas” porque defendían los derechos humanos, ni magistrados de la Corte, contra los que hubo “guerra sucia”, espionaje y otras celadas, como tampoco lo eran aquellos muchachos que “no estaban propiamente cogiendo café”, que engrosaron la lista de espanto de los “falsos positivos”.
En cualquier caso, en el país parece haber una preparación de la huerta para dar vía libre a reencauchadas manifestaciones del paramilitarismo. En el gobierno de Guillermo León Valencia, el “pacificador”, que combatió a las “repúblicas independientes” con la injerencia de Estados Unidos, se legalizaron las autodefensas y “convivires”. Después, como se sabe, la historia más reciente, en los ochenta y noventa, mostró todos los horrores del conflicto armado en Colombia.
Con la serie de atentados del Eln, de la creciente labor delictiva de bandas criminales asociadas al narcotráfico, del aumento de la criminalidad en ciudades como Medellín y otras, y de las decenas de asesinatos de líderes sociales (sobre las cuales el Estado y el gobierno manifiestan poca preocupación), se aprovecha la coyuntura, con hurras al guerrerismo, para ambientar el proceso de armar a civiles “de bien”.
Tal vez lo que se requiere es que haya justicia social, equidad, progreso material y espiritual para todos; financiación adecuada de la salud, la cultura, la educación pública… Puede que así las armas pasen a un segundo plano.