Más allá de las cifras de infamia, hay una pena. Más allá de los miles de macheteados en Palonegro, en la Guerra de los Mil Días, más allá de los trescientos mil muertos en la violencia liberal-conservadora, más allá de tantos (ni siquiera tenemos un cifrado exacto) de los muertos, desplazados, secuestrados, desaparecidos, torturados, vejados en el largo conflicto armado colombiano (el mismo negado en algún momento por Uribe y sus adláteres), está la cifra de horror de los 6.402 asesinados en la operación bautizada como “falsos positivos”.
En medio de un caudal de desafueros, cuando siguen doliendo los crímenes cometidos por militares con muchachos (estos sí buenos muchachos) que nada tenían que ver con la guerrilla, un dolor sin nombre, como, por ejemplo, el de las madres de Soacha, sigue sangrando. Los “falsos positivos” nos disminuyen como país, nos ponen como protagonistas de la historia universal de la infamia.
Gracias a la Jurisdicción para la Paz (JEP) se está develando una situación de indignidades, sucedida en particular durante el régimen de Álvaro Uribe Vélez. Ha sido la suscripción de los acuerdos de paz, que aún quieren “hacer trizas” sectores de la sociedad colombiana, una posibilidad para asomarnos a las puertas del infierno. Para conocer, en la voz de los implicados, cómo sucedieron tantos asesinatos de ciudadanos que, según el cabecilla del gobierno de la “seguridad democrática”, “no estaban recogiendo café”.
En la primera de una serie de audiencias públicas de reconocimiento de responsabilidad, desarrollada por la JEP en Ocaña, un general, cuatro coroneles, un mayor, un capitán, dos sargentos y un cabo reconocieron su responsabilidad por falsos positivos en el Catatumbo. También un civil, encargado entonces de conseguirles a los militares las “presas de caza”, admitió su cuota en uno de los hechos más degradantes de la historia colombiana.
El pasado 26 y 27 de abril se escucharon, con la presencia de las víctimas, de las madres y familiares de los asesinados, que fueron presentados como guerrilleros muertos en combate, revelaciones espeluznantes acerca de estos crímenes a sangre fría, como lo señaló uno de los implicados. A estos se les está procesando por el asesinato de por lo menos 120 personas indefensas y la desaparición forzada de otras veinticuatro entre enero de 2007 y agosto de 2008.
Se escucharon las voces de los incriminados. Las de los parientes de las víctimas. “No se echen el agua solamente ustedes, sino al que dio la orden… Nosotros sabemos que detrás de ustedes vienen personajes muy grandes”, dijo Carmenza Gómez Romero, madre de Víctor Fernando Gómez, joven de 23 años asesinado en agosto de 2008.
Había estupor. Dolor. Llanto. La audiencia abría compuertas que quisieron en su momento mantener cerradas los que diseñaron esa estrategia de espanto, solo por una despótica vanidad del poder. Y por una concepción errática de mostrar resultados en la lucha contra la guerrilla a como diera lugar. Lo de los “falsos positivos” fue más allá de la maldad, de la inhumanidad. Se sitúa en una galería dantesca de las más aberrantes tropelías oficiales tanto contra la ley, como contra la dignidad, contra la ética y los postulados (cada vez más pulverizados en el mundo) de la denominada civilización.
Se armó un teatro (así lo calificó uno de los militares comparecientes), una puesta en escena, una odiosa farsa en la que no había ninguna consideración humanitaria o cosa por el estilo. “Yo ejecuté, yo asesiné familiares de los que están acá, llevándolos con mentiras, con engaños, disparándoles, asesinándolos cruelmente y poniéndoles un arma para decir que era un combate, que eran guerrilleros, y manchar el nombre de esa familia, destruirla, dejar unos hijos sin padre, dejar unos padres sin hijos”, dijo el militar retirado Néstor Guillermo Gutiérrez.
La audiencia fue demostrando lo que ya se intuía desde hace rato, aspectos que ya habían denunciado, entre otras voces, las madres de Soacha. Por ejemplo, la existencia de una banda que reclutaba “personas inocentes y las traían engañadas aquí”, como lo señaló otro de los implicados, el teniente coronel (r) Álvaro Diego Tamayo. Según los militares, había enormes presiones del gobierno y de la comandancia del ejército para mostrar resultados a como fuera lugar.
A las víctimas, a las cuales se condujo con engaños hasta su lugar de ejecución, se les plantaban armas, se les calzaban botas y se les hacía aparecer, en un patraña descomunal y cruel, como si hubieran caído en combate. Cada vez que se escuchaban los testimonios de los verdugos, el dolor de las familiares de las víctimas iba en crescendo.
“Mi falta de amor y respeto por la vida humana, por la dignidad humana, me llevó a terminar convirtiéndome en un asesino, un monstruo para la sociedad. Represento, para algunos de ustedes, una máquina de muerte”, declaró el sargento segundo (r) Sandro Mauricio Pérez Contreras.
La verdad se abre paso y, al menos, es una posibilidad para que los autores de estos asesinatos también tengan su infierno.