Sombrero de mago

Burdeles y otros círculos infernales

Reinaldo Spitaletta
02 de agosto de 2022 - 05:01 a. m.

En la década del cuarenta, del siglo pasado, Medellín, además de ser la ciudad industrial de Colombia, también se erigió como la de mayor número de burdeles, prostitutas y zonas de tolerancia. “A Medellín se entra por un prostíbulo”, dijo un connotado columnista bogotano. “Medellín es la sucursal de Sodoma y Gomorra”, advirtió en tono apocalíptico un editorial de un periódico conservador en un tiempo en que había en la ciudad más putas que obreros, lo que era bastante decir.

Con nueve zonas de tolerancia, autorizadas por el Concejo, que además tributaban buena cantidad en impuestos, Medellín en aquellas fechas, en las que, por otra parte, se empezaba una “revolución” arquitectónica con la construcción de edificios como el Hotel Nutibara, el Fabricato y La Bastilla, entre otros, era una fiesta de la lujuria. Raro, eso sí, en una aldea con ínfulas de ciudad, dominada por las sotanas y el pensamiento conservador.

Eran días de cruzadas antivenéreas y de campañas moralistas. En voz baja, con disimulo, se hablaba de la gonorrea y cómo curarla con gotitas de limón o con permanganato de potasio, y se estilaban los lavados después del coito de emergencia para evitarla. Mucho tiempo después, en los ochenta, cuando la ciudad se la tomaron los carteles del narcotráfico, la palabra gonorrea comenzó a gritarse por doquier, como insulto en las más de las veces, o como expresión cariñosa, según el tono utilizado. Lo mismo sucedió con hideputa, como bien lo dice Sancho Panza en la novela de novelas.

En aquel “delicioso Medellín”, así lo definió el médico Jorge Franco Vélez, surgió el sector más famoso del país por sus elegantes lupanares, por sus casas de citas y, además, por sus madamas de ensueño, entre las que estaban Marta Pintuco, Ana Molina, Ligia Sierra (que recitaba a los poetas malditos), la Loca Ester (que parecía un tango) y por tantas otras cortesanas y vagabundas de cartel, como María Duque, inmortalizada por Fernando Botero, y a la que el autor de Hildebrando llamó el “Alma Méter”.

Era el sector de Lovaina, con las matronas más atrayentes, costosas y hasta “castas” (muchas se tapaban con una frazada en el acto sexual para que el Corazón de Jesús en la pared no las viera en esas lides carnales). Y mientras se elevaban sermones y homilías contra la perversión, las casas de placer aumentaban en número y modalidades libidinosas. Copular y comulgar eran dos verbos muy conjugados entonces.

A Lovaina, buscando a veces hasta “señoritas” o un “estrén”, iban alcaldes y ministros, gobernadores e industriales. Se dijo, no sin gracia y con mucha aproximación a la realidad, que en aquel barrio de atractivas perversiones, se echaron las bases para el Frente Nacional. Claro que no era que entonces la ciudad fuera una “pera en dulce”. A principios de los cincuenta, cuando una alcaldada, la de Luis Peláez Restrepo, mudó a todas las zonas de tolerancia para un único lugar, el Barrio Antioquia, ya estaban en la ciudad, en cantinas y parques, los “aplanchadores” laureanistas, dándoles planazos (cuando no filo) a los liberales “nueveabrileños”.

Hoy, la peligrosa ciudad, la del Centro en decadencia, turbulento y sucio, es calificada como un “burdel a cielo abierto”. Hace rato, junto a la Ermita de los Forasteros, o iglesia de la Veracruz, abundan los prostíbulos populares. Desde los tiempos en que el centro se “guayaquilizó”, el reguero de prostitución es creciente. Pululan las “ollas” de microtráfico, los proxenetas, las prostitutas lánguidas (también hay algunas entraditas en carne y en edad). Se ofrecen niños y niñas por el parque Berrío y en la broncínea plaza Botero.

Ahora el escándalo es porque la prostitución (digamos que tampoco es nueva por ahí) se instaló en un parque de élites, el Lleras, en El Poblado, donde abundan el narcoturismo y los servicios carnales, la hotelería con meretrices de catálogo y la inseguridad. Se multiplican los “jíbaros” disfrazados de vendedores ambulantes, y en lugares, muy cercanos al Centro, niñas y adolescentes son forzadas a vender sus servicios sexuales.

Después de haber sido una ciudad industrial (ya no hay fábricas ni obreros), Medellín es una urbe que parece haber perdido los sueños, con inequidades a granel, y, en realidad, bajo el dominio del lumpen no solo en su corazón, sino en las periferias.

Se escucha, a veces como pretexto, o quizá como una elusión para no enfrentar las raíces de los problemas y combatirlos, que la pandemia y los inmigrantes son los responsables del despelote generalizado que sufre Medellín. Sin embargo, estos dos factores lo que hicieron fue agravar una enorme cantidad de problemas sociales, económicos, urbanísticos, de convivencia y otros, que no se han atacado en sus causas, y frente a los cuales, la actual y administraciones precedentes, se han hecho los “güevones”.

Ya no es la sucursal de Sodoma y Gomorra (o Sodoma y gonorrea, como dicen por ahí en la penumbra), sino un infierno con más de nueve círculos de horror.

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