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Sombrero de mago

Candidatos de chunchurria y otras fritanguerías

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Reinaldo Spitaletta
18 de noviembre de 2025 - 05:00 a. m.
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Nos damos cuenta de que estamos en los prolegómenos de la llamada “farsa electoral” cuando, por ejemplo, vemos a una candidata de cada cuatro años, repitente, procedente del exterior, donde vive, para comenzar su campaña de demagogia y otras engañifas. O cuando, en algún restaurante popular, callejero, con carpa y cilindro de gas, un refinado aspirante se arrima a la paila de fritangas y pide oreja o, por qué no, una chunchurria bien tostada. Y cuando en cualquier esquina de barrio de gentes pobres aparece una distinguida señora burguesa, que quiere ser presidenta de no sé qué, probando las viandas proletarias y haciéndose fotografiar, aunque esté a punto de ahogarse con tanto “ñervo”.

Es parte de una comedia mediocre, con pésimo montaje. Ahí están a flor de chicharrones y gañotes rellenos —que por lo demás son deliciosos— los farsantes deslucidos. Hay que aprovechar los preludios comiciales para posar. Esos mismos figurines, que han dicho, por ejemplo, que los pobres son pobres porque quieren, o porque no trabajan (“trabajen, vagos”) y por eso están en la inopia, son los más tramadores. Y de los que más gustan del “vitrinazo”. Se encaraman a una tarima con morcilla y todo. A eso lo llaman “untarse de pueblo”. Lo más probable es que después se van a sus bañeras marmóreas a lavarse tanta contaminación y mugre.

No falta el muy “posudo” o la muy pantallera que, pese a todo, no puede simular que podría trasbocarse, que se pasea por una zona de carretilleros y pide un tomate para masticarlo (oportunistas hubo que inventaron el “partido del tomate”). O la muy despreciadora de pobretones y “gente sin clase” que es toda una “celebridad” por sus metidas de patas históricas y por otras majaderías, que se arrima a un puestito popular de empanadas sin carne, o de parrilla con tripas, saborea para la cámara un chicharrón con pelo y dice (tal vez con ahitera y comienzos de náuseas) que la comida del pueblo es un mecato de maravilla.

Después de que alguno de esos mequetrefes alcanza la “estrella” de puestos de mando, expulsará pobretes, los barrerá de sus espacios y provocará las hambrunas en muchos vendedores, porque así es el poder. Una cosa es la campaña —la promesa, la mentira, el maquillaje— y otra muy distinta es la realidad de miserias sin fin para las mayorías.

En la práctica, hay que mantener a toda esa plebe como un rebaño, como una ejemplaridad de mansedumbres, como una grey, que no vaya a resistirse ante tantas vejaciones ni a realizar ninguna huelga o paro cívico; que si lo hacen, pues ahí estarán los antimotines y otras represiones. Así que no hay por qué sorprenderse por ver a doña María o doña Íngrid o misiá Vicky o a don Pinzón o a una tal Claudia, en fin, es larga la lista de populistas de la vulgaridad y las malas puestas en escena, que a los más distraídos nos hacen caer en la cuenta de que está en marcha la campaña electorera.

En los preliminares de elecciones se disparan populismos de derecha y otras variantes, de norte y sur, de sol y sombra. Y en especial para los defensores de un sistema de barbaridades, en los que los de arriba deben estar por siempre arriba, y los de abajo, más abajo. Así que hay que aprovechar estas calendas comiciales para darse “baños” de pueblo, para apuntalar las ya viejas estructuras de inequidades y otras injusticias. Pero hay que ponerse bien el disfraz, no sea que, como al diablo, se les asomen los cachos y la cola.

Es un tiempo de paracaidistas de la política, de enviados celestiales, de “mesías” y otros salvadores. Los que apelan a esos mecanismos de mostrarse como no son, de hacer creer que son los “blacamanes” milagrosos, los que salvarán a los desposeídos de su suerte (es decir, son pobres también por asuntos azarosos, del destino, del infortunio…), son, en esencia, aspirantes a mantener el actual sistema de cosas. Se camuflan como heraldos de “buenas nuevas”, cuando lo que predican es que todo siga inamovible.

Hay que recordar que el populismo a esta usanza, como se nota hasta ahora en lo que va de campaña en Colombia, se empeña en hacer pasar sus intereses particulares, clasistas, grupistas, como si fueran los de toda la sociedad. Hay que hacerle creer a la gente que ellos, cual enviados celestiales, tan límpidos y de buen comer que hasta se asoman a plazas de pueblo, son los redentores.

Lo que sí es una certeza, pese a la aparición insólita de oportunistas en los mercados y restaurantes populares, es la exquisitez de la infinita culinaria colombiana, tan despreciada por mandamases excepto cuando requieren flashes con alguna intención demagógica y electorera. Lo dijo don Quijote: “la mejor salsa del mundo es el hambre”.

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