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Carnaval para despedir a un “fletero” muerto

Reinaldo Spitaletta

25 de noviembre de 2025 - 12:05 a. m.

Despedida de héroe hubo para el llamado “fletero de fleteros”, alias Chom, alias Botija, un muchacho de un barrio popular de Medellín, al que, en su adiós con pólvora y globos blancos, también con disparos al aire, alguna muchacha lo calificó, sin asomos de ironía o cuestionamiento, como “otro angelito que se va para el cielo”. En Villa de Guadalupe, donde habitó, el vecindario extendió una alfombra roja junto a un granero, por donde desfilaría el féretro con el cadáver de Jefferson Alexis Cano Gómez.

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Tenía 25 años y un prontuario de robos de motocicletas y otros asaltos. “No era un santo, pero tampoco un demonio”, dijo una vecina en medio de una caravana fúnebre, de pitos y nubes de papel plateado que se arrojaba, a modo de confetis, sobre el cajón blanco que se paseaba por las calles del barrio, en una certificación de adioses que, por lo que se pudo ver en redes sociales e informes de prensa, derivó en una suerte de carnaval.

Las improvisadas carnestolendas ante la muerte de un ladrón de motocicletas, que en 2018 había tenido casa por cárcel por sus delitos, podrían hacer pensar, por ejemplo, en cómo un sujeto como este es proclive a las admiraciones de su territorio. “Siempre fue decente con la gente del barrio”, se dijo. “Era muy alegre”, “ayudaba en lo que podía”. En su despedida con “alborada” y canciones sobre la amistad –una dice en un verso “aunque eres un hombre aún tienes alma de niño”–, tal vez no se habló de las víctimas de Botija y otros de su combo. El “tributo” era para él.

Botija –herido por la policía tras un atraco en el barrio Villanueva, en el centro de Medellín, donde pretendía robarle una moto nueva a un ciudadano– tras su muerte se erigió en un paradigma de bondad, una especie de ser ejemplar, que había que “homenajear” con estrepitosos festejos. Era la normalización del delito, la puesta en escena de una antigua desgracia que pone en evidencia pobrezas, marginaciones, ausencia de Estado, la falta de acceso a la educación y la cultura, y toda una parafernalia de contradicciones sociales que producen muchachos como Chom, asaltantes, fleteros, el bandido irredento.

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Hubo, claro, quienes se contentaron por su muerte, así como otros manifestaron su tristeza. Es posible que, como en la Elegía a Desquite, de Gonzalo Arango, alguien hubiera dicho, por ejemplo, “¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?”. Seguro no faltó quien pronunciara algo así como “hay que matar tanta rata”. Mientras tanto, al joven bandido le realizaban la ceremonia de los adioses con rumba y elementos de piñatería.

En sociedades de la inequidad, de la abundancia de miserias, es cosa corriente y repetida la naturalización del delito, la idolatría por el lumpen, el poner en nichos de santidades a capos y criminales, incluidos los de la motosierra. Y los de los “falsos positivos”. No es extraño que todavía haya adoradores de Pablo Escobar, con velitas y todo. Es, en todo caso, una desgracia que el delito se erija como modo de “ascenso social”. “En las comunas, la frontera entre víctima y victimario suele confundirse. El Estado llega tarde, si es que llega, y la vida honrada ofrece más promesas que caminos”, escribió Keshava Liévano, grafitero y creador de contenidos.

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Botija es un victimario, pero también una víctima. Un subproducto de las descomposturas de un sistema de desigualdades, de carencias eternas para los desposeídos. Alias Chom, hijo del barrio pobre, producto (o subproducto) de una prolongada situación de despojos, es parte de un síntoma, de una larga enfermedad que atraviesa a Colombia desde tiempos remotos: las perpetuas injusticias, pero, a su vez, los desafueros contra los desheredados cometidos por minorías, por la oligarquía.

El que no florezcan los “fleteros de fleteros”, como Jefferson Alexis, depende, por ejemplo, de que haya para las mayorías acceso al estudio, al trabajo formal y bien remunerado, al pensamiento, a la cultura, a una vida digna… Son asuntos que no podrán resolverse con bala, con represiones, con las mismas discriminaciones de siempre. Por supuesto, tampoco se solucionan con asaltos, atracos, con ir a robarles a los necesitados.

Parece que casos como el del hampón muerto, visto por sus vecinos como una monjita de la caridad, o como la sucursal del “niño Jesús”, se despierta el interés por los cuestionamientos al actual estado de cosas, cuyo origen está en una larga historia de desafueros y tropelías sin fin. La festividad en torno al cadáver de un “jalador” de motos es toda una interpelación a la realidad de desajustes y enormes brechas sociales.

El improvisado carnaval de barrio como despedida a un delincuente convoca a combatir las causas de tantas barbaridades que en Colombia son un abominable lugar común.

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