Sombrero de mago

Carteles, dosis mínima y represión

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Reinaldo Spitaletta
11 de septiembre de 2018 - 05:00 a. m.
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Decía Pepe Mujica, después de legalizar la venta de marihuana en Uruguay, que “la única adicción buena es el amor”. Hay otras, igual o más buenas, como la adicción al saber, a la lectura, a la vida sana, en fin. La drogadicción, además de enfermedad, es un ejercicio de autodestrucción y de desamparo. Degrada y vacía de contenidos la existencia. Unida al tráfico de estupefacientes, se torna una cadena compleja en la que unos se deforman y degradan, y otros se enriquecen.

En su extensa —y muy documentada— Historia general de las drogas, Antonio Escohotado deja ver cómo el uso perpetuo de fármacos y otros alucinógenos ha oscilado entre las prohibiciones y las tolerancias (como ha acontecido, por ejemplo, con la prostitución), entre la represión y la oferta libre, como ha sucedido con los licores, el tabaco y otras sustancias.

“El momento presente, alejado tanto de un ideal como del otro, se caracteriza por algo que puede llamarse era del sucedáneo, con tasas nunca vistas de envenenados por distintos adulterantes, drogas nuevas que lanzan sin cesar laboratorios clandestinos e incontables personas detenidas, multadas, encarceladas y ejecutadas cada año en el planeta”, se advierte en un apartado introductorio del libro.

En Colombia, donde desde más o menos los 60 surgieron los carteles de la marihuana, del Marlboro, los de diversos contrabandistas hasta llegar a la irrupción nefasta de los mafiosos como Escobar y compañía, en los que, para consumo interno se diseñó el horroroso bazuco (o basuco), el mercado de estupefacientes nos llevó a una guerra impuesta por los Estados Unidos (sede de cuantiosos consumidores), en la que aún estamos inmersos.

Y en medio de bombazos, atentados, asesinatos masivos; en medio de las corruptelas, de las compras “de conciencias”, del “todo vale”, y de aquellas mezclas fatídicas que crearon una cultura mafiosa con la complicidad en muchos casos del Estado y sus representantes, el narcotráfico penetró todas las esferas de Colombia. Y nos tornó una sociedad de permanentes fracasos. Y en uno de esos nichos que abrió, está la drogadicción.

En medio de todo, y como una suerte de avance en la legislación, el tratamiento y control en el uso de drogas y sustancias prohibidas, en particular de la marihuana, se estableció la autorización de la dosis mínima (Ley 30 de 1986). Barba Jacob, el extraordinario vate antioqueño y universal, hubiera aplaudido aquella medida que ahora pretenden sacar del camino. Y le estaría, hoy, cantando al oído presidencial su Balada de la loca alegría: “Soy un perdido —soy un marihuano— / a beber y a danzar al son de mi canción…”.

En medio del debate que trae la intención oficial de desmontar la “dosis mínima”, y quizá de preparar el terreno para el uso del glifosato en la erradicación de cultivos ilícitos, vuelve a surgir como una posibilidad de solución al narcotráfico y al consumo de estupefacientes la legalización. La experiencia de Mujica deja enseñanzas que no son de menor calibre. El expresidente aprobó en 2013 la legalización, cultivo, distribución y comercio de la marihuana bajo la regulación del Estado, porque, según él, “es la mejor forma de arrebatar consumidores al narcotráfico”.

En Colombia ha crecido el mercado de estupefacientes. El consumo y producción han aumentado, pero la represión del fenómeno no puede ser la única salida. Se requieren transformaciones de fondo en la educación y la cultura, además de una concertación internacional, en la que haya acuerdos de países consumidores y productores para lograr la legalización. De lo contrario, solo se perseguirán “marihuaneritos” de esquina, mientras se dejan intactas las estructuras de las mafias.

Van a poner a los policías a decomisar dosis mínimas (y, a lo mejor, a consumirlas tras el arrebato), y, como se le ocurrió a algún oficial, no faltará la persecución, en un macartismo hirsuto, en una segregación absurda, de visos fascistas, a los que estén tatuados.

El asunto de las sustancias ilícitas es, como se sabe, un problema de salud pública, pero también de derechos. La lucha contra el narcotráfico y el “uso indebido” de ciertas drogas, no puede camuflar la estrategia de poder (o de poderes) que, en simultánea, está en juego. “El conflicto sanitario es también un destacado problema político, donde para el hombre contemporáneo no sólo está en juego la salud propia, sino un determinado sistema de garantías jurídicas”, dice el libro de Escohotado.

El “jíbaro” es apenas un botón de muestra, una arandela, en el extenso e intrincado mecanismo de los carteles de las drogas ilícitas. El asunto va más allá, incluso del consumidor, al cual, como lo dijo Mujica en su momento, hay que ayudar. “Peor que la marihuana (que la cocaína, la heroína, el éxtasis…) es el narcotráfico”. ¿Y entonces?

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