El censor teme al censurado. Con su bellaco acto de impedir al otro (a los otros) su capacidad de cuestionamiento, demuestra una debilidad. El censor es un ser (o un sistema) tambaleante. Abona su incertidumbre con el miedo a posibles fisuras de su poder. Al no admitir la discusión, el diálogo, la crítica, ni otras perspectivas del conocimiento o de los tratamientos que otros realizan de la denominada realidad, solo le queda como opción ponerles a sus contrincantes una venda, una mordaza.
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La Iglesia, descarada censuradora, temió siempre a los que pudieran poner en entredicho sus dogmas. Prefirió las hogueras a la confrontación racional. Y así otros poderes, tan terrenales como aquella, han apelado no sólo a la represión física, sino a las restricciones de las libertades de sus opositores. Colombia, por ejemplo, ha sido, pese a que en varias de sus constituciones se ha establecido que no habrá censura, un país con distintas restricciones, como, para no ir mucho más lejos, las que impuso Núñez, pasando por otras que tuvieron, además como aliado, al poder eclesiástico.
Hubo un tiempo en que la prensa en Colombia se erigió como un elemento de insubordinación (a la vez que otra se prosternaba y pasaba de agache ante las tropelías oficiales). Por sólo recordar algunos casos, se censuraron periódicos como El Correo Liberal, del Indio Uribe (que después sufrió el destierro); El Liberal, de Bogotá, de Nicolás Esguerra, y El Espectador, de Fidel Cano. Y cuando no era el gobierno el encargado de las vejaciones contra la libertad de prensa y expresión, eran los clérigos los que “pulpitiaban” con afirmaciones peligrosísimas como la de “ser liberal es pecado”.
Cuando apenas Medellín emergía como una aldea con miras a la industrialización, los jerarcas, además de promover controles y vigilancias para los trabajadores, a fin de evitar influencias de tesis comunistas, o socialistas, o con otras corrientes “pecaminosas”, promulgaron dietas literarias. Advertían, por ejemplo, qué podía leer un católico, a qué función de cine o teatro ir. El 30 de diciembre de 1929, el arzobispo Manuel José Caicedo censuró y condenó “bajo pecado mortal” el libro Viaje a pie, de Fernando González. Lo calificó de blasfemo, de utilizar “sarcasmos volterianos” contra “las personas y las cosas santas” y por estar lleno de “sensualismo brutal”. Así que ningún católico podía leer esas páginas, según la censura arzobispal.
Hubo días en que, en una ciudad donde había nueve zonas de tolerancia, como Medellín, se taparon murales de Pedro Nel Gómez; se llevó a un “tribunal de la nueva inquisición” a Débora Arango; se descalificó a artistas como Carlos Correa, por su irreverencia, o, como los gestos puritanos de otro arzobispo, García Benítez, a quien le pareció que el mambo era un baile inmoral. En el carnavalesco Guayaquil se prendió entonces la fiesta con Pérez Prado.
Después advinieron más censuras. Y todo porque lo que decían los otros, los censurados, era inmoral, subversivo, desestabilizador, o porque, como pasó después de El Bogotazo, había que someter las noticias a la vigilancia oficial. Y aparecieron los censores de diarios, tipos oscuros, vampirescos. “Esto va, esto no va”. Y así imponían su voluntad (o su cretinismo). Pasó cuando el paro cívico nacional de 1977, en el gobierno de López Michelsen y, a continuación, con el Estatuto de Seguridad, de Turbay Ayala. Qué tiempos nefastos aquellos.
Y en la palestra prosiguieron los censores, como cuando el asalto al Palacio de Justicia. Sin embargo, tan repugnante es la censura oficial como la que ejercen los dueños de ciertos medios de comunicación. Hubo uno, por ejemplo, que no permitía ninguna referencia a la masacre de Santa Bárbara, porque, según sus editores-dueños, no hubo tal masacre, sino una asonada obrera contra la policía y el ejército, y, claro, porque uno de los copropietarios del medio era entonces gobernador de Antioquia.
Decía el poeta ruso Vladimir Maiakovski que “el arte no es un espejo para reflejar el mundo, sino un martillo con el que golpearlo”. Se podría decir, a modo de símil, que el periodismo debería ser también un martillo. Pero casos abundan en que solo es un cepillo soba sacos o lustrador de zapatos de los potentados, de los gobiernos impopulares, de magnates y dictadorzuelos. Y así como hay que cuestionar cualquier tipo de censura, oficial, eclesiástica, política, en fin, también hay que poner en cintura a aquella que parte de los propios medios de divulgación, como periódicos, noticiarios, editoriales, cadenas radiales…
O como el ya conocido caso de la editorial Planeta al censurar un libro de la periodista Laura Ardila sobre el clan Char. Entre paréntesis, podríamos introducir también los días aterradores cuando el narcoterrorismo, a sus anchas, definía a cuál periodista asesinar, o cuál medio de comunicación volar. Eran los censores de entonces. Hoy, al parecer, los censuradores están en grupos económicos, en los dueños del país, en los que definen qué se publica y qué no. Son los novísimos carteles de la censura. Y, después de todo, son débiles también.