Las “chuzadas” del caso Laura Sarabia y su exniñera son, además de ilegales, aberrantes (que fue el calificativo dado por el fiscal general), y ponen en la balanza de las sospechas al gobierno actual, pero, en rigor, no tienen el calado y el talante de las que hubo en otros días. En estas, que tienen en vilo a la opinión pública, cualquier cosa que este concepto signifique, se muestran ribetes de cómo una jefe (o jefa) de gabinete, de humos subidos, apela a su posición de privilegio para poner en marcha toda una conspiración en contra de su sospechosa exempleada.
Este nuevo “Watergate” a la criolla puede ser un detector de la memoria (más que un detector de mentiras) sobre calendas funestas, cuando existía una entidad de maleantes y otros criminales con patente, que se llamó el DAS, y de los días infelices en que las “chuzadas” se erigieron como una manera de ejercer el poder, porque había, según la visión del “mesías” de entonces, “guerrilleros de civil”, comunistas “disfrazados”, y unas ansias enormes del régimen de los “falsos positivos” de espiar, perseguir y hostilizar opositores.
Sí, claro, es aberrante (y póngale cada uno los sinónimos y calificativos que quiera) lo acaecido y que apenas está en investigación. Es una muestra de cómo se toman posiciones de poder, se aprovechan puestos de privilegio, para darse no solo ínfulas, sino apelar a la ilegalidad. Parece que sigue siendo válida aquella apreciación, cuestionable y todo, de que el poder corrompe, y más cuando lo asumen arribistas y otros camaleones. Pero, con todo, no se valdría decir que estas “chuzadas” son como aquellas de los tiempos de la “seguridad democrática”. Tampoco valdría expresar que hay unas “chuzadas” buenas y otras malas.
Las “chuzadas” del “Sarabia-gate”, que igual son ilegales y ponen en vilo y en cuestión al gobierno, tienen, a primera vista, unos intereses particulares, personalistas, de aprovechamiento de un puestecito que da tono y puede poner a hervir no solo la vanidad sino las ansias de altura de un funcionario o funcionaria, y no parecen ser un estilo de trabajo del gobierno actual. Lo cual también está por desentrañarse. Pero no tienen la medida y el tamaño monstruoso de los tiempos de las “chuzadas” uribistas.
Tal vez estas maniobras palaciegas, de aprovechamiento de posiciones, como es, en la superficie, el caso de la exsecretaria privada de Petro, no nos devuelven, como opinó el fiscal, a las épocas desventuradas de las intervenciones telefónicas a magistrados, periodistas, opositores y otras personalidades en los tiempos en que, por lo demás, floreció la parapolítica. No tienen, con toda la gravedad que implica el caso Sarabia, el calibre de tantas persecuciones y macartismo hirsuto, en la que el régimen de entonces puso un aparato judicial al servicio de sus intereses politiqueros.
El evento de la exniñera de la muchacha de palacio, que igual lo aprovechan los bandos en disputa, da pábulo para el ejercicio de la memoria histórica. Y vuelve, incluso, a poner en la mesa del póker de los poderes, las recientes declaraciones del excomandante paramilitar Salvatore Mancuso. El DAS, que por fortuna ya no existe, fue una suerte de “mano negra” a la cual apeló un gobierno que, por qué no recordarlo, estuvo siempre contra los trabajadores y al servicio de los intereses foráneos y del neoliberalismo rampante.
El caso de la “mano derecha” de Petro, que también incluye al exembajador en Venezuela Armando Benedetti, parece un capítulo de novela negra, en la que hay personajes como la “Cocinera” y la “Madrina” (alias que les dieron en la Policía a las dos sospechosas de pertenecer al Clan del Golfo), y como la de una muchacha que fungía como el poder detrás del trono. Con toda la gravedad que reviste, insisto, no se asemeja a la conspiración uribista, que incluyó reelecciones, “articulitos”, asesinatos (como los del profesor Alfredo Correa y Eudaldo Díaz, alcalde del Roble, Sucre), toda clase de imposturas, montajes, en fin.
Seguro que todavía hay muchas cosas por dilucidarse en este escándalo, que tiene ribetes tenebrosos. Es una muestra más de cómo se pone el Estado al servicio de intereses particulares. El “Sarabia-gate”, asimismo, agudizó más el enfrentamiento entre el presidente de la República y el fiscal general, y, tal vez sin querer queriendo, rememoró, en boca del señor Barbosa, tiempos aterradores como el de las primeras desapariciones que hubo en el país de parte de cuerpos de seguridad, como el F2. Se recordó el que es considerado como el primer caso de desaparición forzada en Colombia, el de la bacterióloga Omaira Montoya Henao, en 1977, que fue el año de la gran huelga general o paro cívico contra el gobierno de Alfonso López Michelsen.
Las “chuzadas” e interrogatorios a la exniñera, el caso Sarabia-Benedetti-Petro, no es, o al menos no lo aparenta, una vuelta a los tiempos criminales de las “chuzadas” mesiánicas de Uribe. Aspiramos a que no se cumpla el dicho de “cosas peores están por venir”.