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¡Si vas a Tanganica, cuídate de los salvajes!, advertía un inglés a los pares que querían visitar esa colonia británica en África.
Los colonialistas, en su agenda de diversiones, incluían sus posesiones ultramarinas para cazar elefantes, armar safaris, y a veces, como sucedió en algunas regiones tropicales americanas, organizar expediciones en el que el atractivo central era “cazar cabezas” de indígenas. Sin embargo, en ocasiones se llevaban una sorpresa y los cazados eran los turistas, a los que les reducían su cabecitas al tamaño de un aguacate criollo.
Los Estados Unidos, en acto que no es novedad, han expedido un manual de viajeros a Colombia. Uno de sus solares predilectos, del que muchos norteamericanos se sirven para que los surta de estupefacientes, es visto como una geografía, además de exuberante, peligrosa. No les importa, por ejemplo, que este país tenga uno de los índices más bajos en educación y haya miles de desempleados, sino que se cuiden al llegar al aeropuerto El Dorado de que les roben sus pasaportes.
Un país en el que todavía se exalta en televisión la imagen de uno de los mayores criminales del mundo, debe despertar sospechas. Así que la metrópoli recomienda a sus nativos que si vienen a Colombia, no deben viajar por tierra (excepto por las carreteras cercanas a Bogotá, Barranquilla y Cartagena), porque además de que puedan ser víctimas de algún asalto, “las leyes de tránsito así como los límites de velocidad usualmente son ignorados”.
Puede que el pasado sangriento nos pese todavía. Aquí, que por cualquier cosa (sobre todo disputas por tierra) armamos guerras y guerritas civiles, despojamos campesinos, echamos de sus parcelas a sus propietarios, en fin, nos hemos vuelto expertos en la agresión. Washington recomienda a la gringada que quiere ver nuestras bellezas naturales y artificiales, evitar los altercados “porque las armas de fuego son comunes en Colombia y las disputas con frecuencia pueden tornarse violentas” (El Tiempo 10-06-2012).
Dicen en su manual que los visitantes deben protegerse de caer en las redes que comercian con drogas para obtener mejores rendimientos sexuales. “Varios turistas americanos murieron recientemente después de usar esas sustancias en Colombia”, advierte, y agrega en ese mismo sentido que hay que tener cuidado con las ofertas de cirugías estéticas, en particular las liposucciones.
Llama la atención que las advertencias del Departamento de Estado no están referidas en esencia a la “violencia de los grupos narcoterroristas” sino a la delincuencia común, de la que, entre otras cosas, están plagadas muchas ciudades, como Medellín, Bogotá, Cartagena y Cali. “Si usted es víctima de un robo, no debe resistirse”, dice el manual al llamar la atención sobre modalidades como el “paseo millonario” y los atracos en las vías a los hoteles y aeropuertos. Igual, acerca de “falsos policías” y agentes de aduana que dicen querer verificar si los dólares del turista son genuinos.
Se sabe que hay turistas gringos que vienen en búsqueda de emociones fuertes, ya no las de ir en un safari a cazar cabezas, sino a tener experiencias con alucinógenos y jóvenes prostitutas. Quizá quieran saber cómo, en los sesenta, los “cuerpos de paz” estadounidenses enseñaron a aborígenes a preparar cocaína en laboratorios artesanales, especialmente en el Putumayo. El caso es que resultaron buenos alumnos.
Un tema que sí tiene que ver a fondo con la incivilización de estos lares es la advertencia sobre la falta de respeto a las normas de tránsito, que “crea peligrosas condiciones para los conductores y los peatones”. Para ellos es raro y motivo de preocupación que no haya rampas para discapacitados y, sobre todo, que el tráfico vehicular jamás le cede el paso al peatón.
El manual no se refiere a los “falsos positivos” ni a la parapolítica, ni a la campante corrupción oficial, ni siquiera presta atención a los miles de niños que trabajan en los semáforos, las calles y los buses y que no pueden ejercer la infancia. Todo el conjunto puede ser parte de la excentricidad tropical que puede apreciar el turista.
De todos modos, que vengan para gozar a estas tierras, que aquí, como diría un humorista de Puerto Rico, no somos colonia. Somos perfume.
