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Hubo un tiempo en que ser comunista era, además de un desafío al establecimiento, una provocación mayor. En quinto de primaria, don Alirio, extraño profesor nietzscheano y marxista, según supimos después, nos indujo en clase de religión a irnos por los caminos de la oposición a lo irracional y a lo injusto (eran los tiempos del gobierno de Guillermo León Valencia) y nos contó que existía un texto llamado el Manifiesto. Lo leímos unos años más tarde y nos curó las angustias existenciales.
Esto último también le pasó a un poeta quindiano. Bueno, pero el caso es que ser comunista —pero no seamos tan ligeros, que es un mérito que no se adquiere de un día para otro— era ganarse persecuciones, señalamientos, expulsiones de colegios (me pasó en Copacabana, en que la secretaria del instituto decía que ese muchacho era un comunista sin redención), y muchas miradas raras que entonces estaban acompañadas con persignaciones e invocaciones como “que el diablo no entre en esta casa”, se posaban con recelo en uno. El “inri” era ser comunista. O pretender serlo.
No faltaba quien osara dejarse venir con la cháchara presuntamente “churchilliana” de quien a los veinte años no fuera comunista, carecía de corazón. Y si a los cuarenta lo seguía siendo (otros decían a los treinta, o, según el “marrano”, le aumentaban o disminuían la edad) no tenía cerebro. Y en cualquier caso, con laureanismos, bandolerismos, con un país pleno de violencias y cortes de franela, con curas guerrilleros y cuerpos de paz gringos enseñando a narcotraficar, ser comunista era una opción por los pobres, por la inteligencia (otros decían por la bobada), y era estar padeciendo en un paisito semifeudal y con un capitalismo atrofiado, aquello del macartismo estadounidense, tan natural entonces, que veía comunistas hasta en las sopas y panes con que disfrazaban el colonialismo las “donaciones” de la Alianza para el Progreso.
Ser comunista era (es probable que siga siendo) un desafío. Una bofetada a tanto conservadurismo. Una intención de cambios profundos en la sociedad. Y lo bonito de serlo era (es) estar siempre en guardia contra cualquier injusticia. “Atenti, pebeta”, dice un gotán. Ser comunista era un merecimiento, un galardón, un camino (espinoso), era no tragar entero, una vacuna contra sermones curales y contra la palabrería de burgueses desalmados. Era ir en contravía. Era saberse los poemas de Esenin y de Maiakovski y algunos de Bertolt Brecht.
Se puede decir, a lo perestroika, que todo cambia (mejor dicho, que todo cambie para que todo siga igual o peor, o algo así), que los revolucionarios se conservatizan (aunque de pronto, como un anticristo patas arriba, algún conservador se torna revolucionario), o que el “camaleonismo” politiquero hizo disfrazar a algunos oportunistas como “comunistas” y luego el puestecito burocrático alcanzado los devolvió a su ancestral “godarria”. En síntesis, ser comunista (de veras) en otros días era estar del lado del progreso para todos, de la equidad y la justicia social, de las posibilidades de oponerse a todas las servidumbres (incluida la peor, la voluntaria).
Estas notas, con tono de filípica escolar, surgieron tras haberles leído en voz alta los primeros capítulos de La conjura de los necios, de John Kennedy Tool, a mi compañera y una vecina, a quienes no solo no les gustó esa maravilla de personaje, Ignatius Reilly (tampoco su madre), sino que se extrañaron con la palabra comunista pronunciada como un insulto o una diatriba de marca mayor. Y ahí comenzó una charla (con buen café) sobre esa designación y los horrorosos tiempos del macartismo en EE. UU.
Por estos lares, que siguen siendo lote del neocolonialismo (término que a ciertos señores y señoras que eran comunistas o simulaban serlo, ya no les gusta), ya no hay obreros. O muy poquitos. Mejor dicho, aquello que decía Marx de “la clase obrera es revolucionaria o no es nada”, por acá no juega. Por sustracción de materia. Ya no es tiempo de “revolución”. O como dice un filósofo de moda, el surcoreano-alemán Byung-Chul Han, el capitalismo se consuma en el instante en que vende al comunismo como mercancía.
Ya pocos —o casi nadie— están interesado en aquello tan ardiente que era parte de la utopía, de los sueños de los más tiranizados y oprimidos, una revolución social. Además, las que hubo, se “putiaron”. Tornaron, acomodadas, a lo mismo. O peor. Sin reformas agrarias, sin justicia social, sin transformaciones de fondo, derivaron en el gatopardismo. Por estas regiones tropicales ser comunista era ser antiimperialista. Parece que ya no va más. Ah, y agregaba el surcoreano que “el comunismo como mercancía es el final de la revolución”.
Estamos llegando al año 175 de la publicación del Manifiesto de Marx y Engels. Por aquí, en medio de tremenda legión de pobres (obnubilados por el consumo y tanto falsificador), ya no quedan “proletarios” y es posible que haya quienes se rían de estos versos: “Primero vinieron por los comunistas, y yo no dije nada, porque yo no era comunista…”.
