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Contaminación y tetas sagradas

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Reinaldo Spitaletta
05 de abril de 2016 - 02:52 a. m.
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Ahí estaba La Bachué, con sus aguas eternas a los pies y sus sagradas tetas al aire, que ahora era un poquitín menos sucio.

Y ahí, las calles en soledad, sin motos, sin carros, sin cláxones desconcertantes, sin humo. Sin camiones que lanzaran a la cara del transeúnte sus “vaharadas pestilentes”, como sucede, por ejemplo, en la novela La nube de smog, de Ítalo Calvino.

Era domingo. Un día diferente en esta ciudad que hace años la llamaron, no sin justicia, la de la “Eterna Primavera”, en la cual la temperatura más alta era de veinticuatro grados centígrados. Después, y con acierto, los guasones y humoristas callejeros la bautizaron como la de la “eterna balacera”, en tiempos contaminados de mafiosos (ahora se notan menos, bajaron su perfil de exhibicionistas), sicarios (sí, en motos, que hoy abundan —las motos, digo, no los sicarios—), nuevos ricos, banqueros que aprovechaban las platas sin lavar de los narcotraficantes. Linda ciudad en todo caso, con pobres en las lomas, con ricos en las lomas.

Si, era domingo sin carros particulares (tan abundantes) y sin motocicletas (más numerosas todavía). La ciudad más contaminada de Colombia (que ni en los tiempos en que existía la tal industria era así), en la que los pájaros mueren al cruzar el cielo, mejor dicho, en la que cada vez hay menos pájaros por la sencilla razón de que cada vez hay menos árboles, gozaba de unas horas sin ruido, sin humaredas, sin tanto hollín.

Hace tiempos que el cielo de la ciudad no era visible. Y no es que este domingo se azulara y se despejara para dejar ver las montañas, sino que había retazos de firmamento, como sucede tras las tormentas. Ese día se escucharon voces como la que decía que se retrasaba la necesidad de salir a caminar con máscaras de oxígeno. La nube de esmog era más leve. Por la avenida La Playa, una de las pocas arborizadas del centro (y de las más congestionadas), se oían trinos de aves contentas. Por la Oriental, tal vez la más fea avenida de la ciudad, sin identidad ni gracia, se podía respirar sin peligros de asfixias.

Estamos en una emergencia ambiental. Tenemos el aire más sucio del país. Contaminan los vehículos, las fundidoras de chatarra, las industrias con emisiones de espanto, y a esto se le agregan, como en una paradoja infernal, los arboricidios cometidos por constructoras que solo aspiran a la plusvalía, con edificaciones tuguriales, sin espacialidad pública, sin flora. Y qué tal, en plena urgencia, el metroplús arrasando con árboles en Itagüí.

El proyecto de Parques del río taló a su antojo y sin medir consecuencias cerca de seiscientos árboles, según las necesidades del cemento. Desde hace rato, por ejemplo, al centro histórico de la ciudad se le tornó en desierto, con seudoparques como el de San Antonio, y con unas esperpénticas pirámides que construyó un alcalde con ínfulas faraónicas. Un atentado contra la naturaleza urbana y el medio ambiente.

El aire de la Exeterna Primavera está envenenado. Y el ambiente mefítico es responsabilidad del transporte particular (carros, motos), la industria antiecológica, la falta de un transporte público eficiente que desestimule el uso de vehículos privados, la “construcción invasiva” de edificios y viaductos, a lo que habría que sumarle para ampliar el desastre la muerte del río, quebradas y humedales.

Urgen soluciones de fondo, y no de coyuntura, pasajeras y mediáticas. En un video de libre circulación, el señor Faber Cuervo advierte que hay que acelerar la construcción de transporte público “limpio y amistosos con los árboles, con el fin de sacar esa recua de buses viejos, altamente contaminantes”, además de control de horarios del transporte de carga. Los llamados “días sin carro y sin moto” deben realizarse con más frecuencia. El video mencionado agrega que “hasta cuándo hay que dar patente de corso a industrias que ennegrecen el cielo con tóxicos”.

Puede que haya sido apenas un espejismo, o, para ser más gráficos, una pajita. Pero el domingo último, se sintió el aleteo de los últimos pájaros, hubo sonatinas en el viento, no ardieron los ojos ni hubo toses desbocadas. Quizá sea el preludio de lo que vendrá: carros eléctricos, suspensión de atentados a la naturaleza, bicicletas, conciencia de que es primero y fundamental la preservación del medio ambiente antes que los negocios. Lo decía Galeano: “Si la naturaleza fuera un banco, ya la habrían salvado”, mínimo con un cuatro por mil.

El domingo, La Bachué reía en su glorieta, en su húmeda desnudez. Y parecía decirles a todas las ciudades que “cuando veas las barbas de tu vecino arder, pon las tuyas en remojo”.
 

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