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El nuevo embeleco colombiano es poner (o imponer) el voto obligatorio.
No porque este haya sido el país de los fraudes electorales, cuya máxima expresión se dio en 1970, cuando anocheció de presidente Rojas Pinilla y amaneció como mandatario Misael Pastrana, se puede ir jugando con una decisión que debería ser libre y autónoma de cada ciudadano. Sin obligaciones. Sin amenazas de multas y quién sabe de cuáles otras sanciones.
Obligar a votar es antidemocrático. Es como obligar a una mujer a que quede en embarazo cada año. Bueno, o cada cuatro años. O como darle a la prostitución el carácter de obligatoriedad. Aunque viéndolo bien de este modo las mamás de ciertos políticos y politicastros criollos podrían aprovechar para instalar casas de amancebamiento y otros recintos de venta de placeres.
En Colombia, donde la última moda es el voto prepago, la cultura comicial se reduce a votar por un sancocho, una botella de aguardiente, porque lo dijo el cura en el sermón, porque el cacique de aldea regala mercados, o porque a cualquiera le da la gana o no de votar. Se vota, a veces, porque los grupos armados (léase guerrilla, paramilitares, bacrim, odin y otras razones sociales del lumpen) te ponen una pistola en la cabeza, o te envían sufragios, anónimos, balas en un sobre, etc., y entonces te toca ir a las urnas. O a la tumba.
Otras veces se vota, porque lo sugiere el vecino, el profesor, el dueño de la empresa, el jefe inmediato… Y en otras, por preservar el puestito, que en el país es muy difícil conseguir trabajo. Y así hemos venido desde hace años, cuando se accedió al derecho de votar, cuando tuvimos la posibilidad del sufragio universal, votando si nos da la gana o no. Y la mayoría (revísense el historial de elecciones en el país) no vota, porque también la abstención es una decisión personal. Y debiera ser parte de los principios y garantías de la denominada democracia.
Así como la acción de votar no puede ser sometida a presiones y coerciones, la de no votar tampoco. Y menos se debe legislar para que la gente (el ciudadano) vote por obligación. Más bien, los políticos deberían mejorar sus programas electorales, estar en efecto al servicio de los desprotegidos y descamisados, reducir a cero su vulgar demagogia y salir a convencer a más de la mitad del país que es abstencionista a ver si lo hace por sus propuestas.
El voto ha sido una conquista liberal, de la revolución francesa, que hace parte de una reivindicación del individuo y de la razón, fundamentada en los conceptos de libertad y autonomía. Y no de las imposiciones. Se debe tener (y defender) el derecho de elegir y ser elegido, pero a este no le caben talanqueras ni autoritarismos. Sancionar a quien no vota haría parte de una coerción y de una suerte de vindicta del régimen.
Ahora, lo que hay que “purificar” es el sistema electoral, en un país cuya historia del género está atravesada por la corrupción y las triquiñuelas. En la década del sesenta del siglo XX, no fue gratuita la frase del padre Camilo Torres: “el que escruta, elige”, para referirse a los procesos fraudulentos en el ejercicio del voto, en tiempos en que, además, el Frente Nacional se erigía como una expresión de la antidemocracia y las exclusiones.
Hubo asimismo momentos en que algunas agrupaciones izquierdosas convocaban a no votar, porque les parecía que participar en la “farsa electoral” era patentar el sistema, como, a la vez, hubo otras, también contestatarias, que aprovechaban la misma farsa para promover y divulgar sus programas revolucionarios y antimperialistas.
Si nos vamos más atrás, nos toparemos con fraudes, con constreñimientos al voto de los liberales en los tiempos de Rafael Uribe Uribe, o con las trampas de Rafael Núñez para hacerse elegir para un segundo periodo presidencial, o de todas las irregularidades que hubo en la elección de Rafael Reyes, después de la Guerra de los mil días.
La abstención en muchas ocasiones es un modo de protesta y desobediencia civil, de manifestar el desacuerdo con las propuestas electorales que aspiran al afecto público, y hay que permitirla. El voto obligatorio, sobre todo en un país donde el sistema ha hecho lo que le ha dado la gana con las elecciones, es otro atentado contra el ciudadano. Que más bien los impulsores de la iniciativa vayan pensando cómo hacer para que la inmensa mayoría de los políticos de por estos breñales sean en rigor transparentes y demócratas.
