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La indiferencia se parece a la servidumbre voluntaria: en ambas hay negación de la lucha. Hay una actitud no solo de resignación, la que ya es un atentado contra la capacidad de indignarse, sino de parasitismo. El indiferente, aunque no se dé cuenta, juega a estar del lado del verdugo, en contra de las víctimas y a favor del estado de cosas.
El indiferente puede ser un subproducto de la alienación. De esa tan abundante que recrea el capitalismo. Se pierde (si es que se tuvo alguna vez) la visión crítica. Para él todo parece ir bien y nada es digno de perecer, de cambiarse, de tener otras caras. No importa si el mundo se hunde, o si en este lo que predomina es la injusticia social, que al indiferente poco o nada le interesan las inequidades. Ni lo que vaya contra el ser humano. Todo le da igual.
Una expresión de esta naturaleza me tocó vivirla hace poco con un taxista en Medellín. Me llamó la atención no el que dijera que si de él dependiera suspendería la celebración de Halloween o Día de las brujas, que antes, hace años, se titulaba Día del niño, y en cuya efectuación había disfraces terrígenos, plumajes de indios, calaveras y esqueletos y máscaras simplonas, sin tanto esnobismo ni exhibicionismo de marcas, sino lo que dijo después. El caso es que no sé por qué tocamos la identificación de restos de algunos desaparecidos del Palacio de Justicia y aquí fue Troya.
El hombre entró en trance al decir que para qué diablos servía eso, y que tras tantos años de haber sucedido el hecho no veía ninguna razón para nuevos escándalos. “No sé a quién se le ocurrió volver con eso del Palacio de Justicia”, agregó. Lo observé de reojo, al principio; luego, volteé la cabeza para tener una noción más acabada de su cara, o, al menos, de su perfil. Nada extraordinario.
Le pregunté, y más por provocar en él una reacción, qué le parecía la remoción de tierras en La Escombrera. Guardó silencio unos segundos. Y luego explotó: “A mí qué me importa lo que haya pasado o no por allá. Yo tengo que trabajar sí o no. Nadie me da nada”. No había caso seguir insistiendo. El hombre pertenecía a la especie de los indiferentes. Estábamos relativamente cerca del Museo de la Memoria, y le iba a decir algo sobre víctimas y desaparecidos. Más bien callé. Y me torné indiferente.
Recordé haber leído hace años que tras la abolición de la esclavitud, hubo esclavos que preferían su condición, porque ya habían elaborado una suerte de relación paternal con el amo, y les parecía que irse a disfrutar de libertades, a ser responsables de sí mismos, era transitar por un camino oscuro, inseguro. Habían desarrollado, quizá sin saberlo, el amor por las cadenas.
Dentro de las características del indiferente puede estar la de ser un practicante de la obediencia. Quizá jamás pasará por su pensamiento el levantarse contra un desafuero, el de protestar por algún atropello, y menos aún si este no se realizó en su contra. Su tibieza tiene que ver con el “dejar hacer, dejar pasar”. Los que detentan el poder deben vivir felices con tanta indiferencia. Y, en ese mismo sentido, con tanto lambón.
Para el indiferente debe ser una soberana pendejada aquello que un poeta y dramaturgo alemán promovió: “¡No temas preguntar, compañero! / ¡No te dejes convencer! / ¡Compruébalo tú mismo! / Lo que no sabes por ti, no lo sabes”. El indiferente es un aliado de las perversiones del poder y de los poderosos. No le falta razón a un vals peruano: “Odio quiero más que indiferencia”. Sí, porque, al menos, el que odia (o el que ama) ya toma partido.
Lo advertía, en 1917, el pensador italiano Antonio Gramsci: “Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son bellaquería, no vida…”. En efecto, la indiferencia es aliada de la explotación del hombre por el hombre, de los disímiles modos de la opresión. El indiferente, quizá sin proponérselo, adora a los victimarios, a los causantes de tantas miserias y desamparos.
El indiferente parece estar al margen de la historia, pero es un “peso muerto” de esta. Con Gramsci, digo también que de los indiferentes “me fastidia su lloriqueo de eternos inocentes”.
