Las gallinitas de Bantam, diminutas y de huevos chiquititos, aparecen cada año por la cocina de mi casa, porque –ya es tradición familiar– en ese espacio solemos leer en voz alta cuentos de Navidad. Y aunque nos gustan de diversos países, estamos “engringolados” en la lectura con relatos de maravilla (y sin papá Noel) escritos por estadounidenses, que no siempre son gente que está pensando en bombardear países, invadirlos o estar viendo la paja en ojo ajeno.
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Por estos días, y ya repetidos desde hace años, han pasado otra vez relatos extraordinarios de Washington Irving (solo escribió uno, que sepamos), O. Henry (bueno, con el de siempre: Regalo de los reyes magos), a veces por una ventanita se nos asoma el Grinch y nos tira bolitas de hielo seco; nos gusta mucho el de Paul Auster (El cuento de Navidad de Auggie Wren), pero el que cada año vuelve a sacarnos lágrimas es Un recuerdo de Navidad, de Truman Capote.
Claro que desde que tenemos, hace más de 20 años, esa hermosa rutina de lectura en voz alta en la cocina (que se mantiene el resto del año con otras obras), han desfilado como gnomos, incluso como muñequitos mecánicos como los de El cascanueces y el rey de los ratones, de Hoffmann, cuentos de alto vuelo. No todos los años está el del avaro Ebenezer Scrooge, los espectros y fantasmas de la célebre Canción de Navidad, de Dickens, pero sí recurren, por ejemplo, El rifle, de Tomás Carrasquilla, que es un cuento bogotano.
A propósito de huevos, hay uno, misterioso, que está en Cuento de Navidad, de Guy de Maupassant, y es como la semilla del diablo con distintas dosis de horror. Es una confrontación entre religión, medicina y supersticiones populares. Es un cuento electrizante. Maupassant lo publicó el 25 de diciembre de 1882, en el periódico Le Gaulois. Es infaltable su lectura en estos tiempos.
Y en estos días de estallidos intranquilizantes que desquician gatos, pájaros, perros y también alteran los nervios de mucha gente, las lecturas en la cocina nos pasean por Misa de gallo, de Machado de Assis; Sueño de Navidad, de Juan José Arreola, y en ocasiones volvemos a la crónica Estas navidades siniestras, de García Márquez, en la que habla de “la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos…”.
Y aunque el catálogo tiene suficiente de dónde escoger, incluso para repetir, nosotros, sin falta, volvemos siempre a aquel cuento que habla del “tiempo de los pasteles de frutas”, de “rosas de terciopelo marchitas”, de la chimenea con dos mecedoras y de una “mujer pequeña y vivaracha como una gallinita de Bantam”. Es un relato imperdible. Hay que retornar a él en cada diciembre. Leído en voz alta tiene otras resonancias, y no se puede negar que, en determinados pasajes, en particular al final, a uno se le quiebra la voz.
Ese recuerdo navideño, de Capote, es ineludible. Tiene el misterio de que, pese a tener varias lecturas o relecturas, su encanto, su misterio, sus sonoridades aumentan, cambian, tiene revelaciones inesperadas. “Tengo siete años; ella, sesenta y pico. Somos primos, muy distantes, y hemos vivido juntos… bueno, desde que yo puedo recordar”. Es una narración que conjuga memorias, nostalgia, sentimientos en torno a un tiempo que se marchó y que, aun con las dificultades de los dos personajes, vale la pena recordar.
Se dirá que por qué estar volviendo, cada diciembre, a una lectura que puede, por repetida, perder sorpresas. Es increíble. Cada vez es como si fuera la primera (y no es por mala memoria), como si apenas se estuviera descubriendo un mundo en el que una perrita, Queenie (pequeña terrier anaranjada y blanca), nos vuelve a seducir con su hueso y su presencia (también con su ausencia). Es un cuento de encuentros con el cine, con la Prohibición del licor (Ley Seca) en Estados Unidos, con la linterna mágica, el whisky, los dulces… y hasta con el presidente Roosevelt (¿cuál? ¿Teddy? ¿Franklin?).
Parte de nuestra culinaria decembrina está en estas lecturas en voz alta, y por eso, saboreamos otra vez los pasteles tristes del cuento de Capote. Volveremos a leerlo este 24 de diciembre, por la mañana. Será un nuevo encuentro, con sorpresas, con Buddy, con almendras aceitosas, con una camisa para ir a la escuela dominical y con el Pequeño Pastor, una revista religiosa para niños…
Decía que es inevitable, qué importa cuántas veces se haya leído, soltar algún lagrimón, cuando no romper en llanto, en especial con el final de Un recuerdo de Navidad. “Qué gente tan chillona”, podría decir alguno. Estamos, ya lo dije, en “el tiempo de los pasteles de frutas”. No sé cuál sea el misterio de este cuento imprescindible. Tal vez sea el vuelo de una cometa.