Cuando era adolescente, visité un asilo de ancianos en Copacabana, Antioquia, y un viejo, que tal vez vio en mí, no sé cómo, el interés por la lectura, me regaló un libro: El hombre de Cirene. Sé que era de un autor sudafricano, del que ya no recuerdo su nombre.
La obra, que leí días después, era la historia del tipo que fue obligado a cargar la cruz del Cristo en el Gólgota, nacido al norte de África, en lo que hoy es Libia. Desarrollaba su vida de joven, sus amores y combates, y de cómo llegó, tirado por una suerte de destino fatal, a encontrarse, en el que pudo haber sido el momento cumbre de su vida, con el nazareno. No sé dónde fue a parar el libro, quizá se extravió en alguna de mis múltiples mudanzas, y tampoco lo he visto en ninguna librería.
Simón de Cirene, un ser extraño, despertó diversas leyendas, entre ellas la de que fue crucificado en lugar de Jesús. Otros opinan que el que llegó a la cruz, sucediendo al galileo, fue Judas Iscariote, del cual, además, se han escrito diversas obras de literatura, entre ellas dos relatos: uno de Borges (Tres versiones de Judas) y otro de Mario Escobar Velásquez (El hombre de Kerioth).
Todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote, según se dice, son falsas. La única certeza es la de que Jesús no hubiera podido existir sin la presencia del hombre que lo vendió por treinta monedas. Había entre ambos una especie de pacto de destino, para que todo sucediera como dicen que sucedió. “(Thomas) De Quincey -según el relato borgeseano- especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma”.
Las visiones sobre Judas de los dos escritores precitados, advierten que la traición del apóstol hacia su maestro, no es producto de casualidades. O de una condición humana degradante, sino de una “misteriosa” economía de la redención. Judas y Jesús son parte de una unidad. Algunos que así lo propusieron fueron acusados de herejía. O de hacer pensar asuntos distintos a los que impone el dogma.
Otro ser que, casi como Judas, no está bien visto en las historias relacionadas con Jesús, es Barrabás. A este se le ha enfocado como un tipo siniestro, después de todo era un criminal, que contrasta con la divinidad de Jesús, con sus luces, al tiempo que aquel quiere permanecer en la oscuridad. Quizá es el novelista sueco Pär Lagerkvist el que mejor nos muestra la figura del hombre que asiste al espectáculo de la redención, pero no se redime. Barrabás no quiere la fe, no desea la luz: aspira a quedarse en las tinieblas. ¿Asunto de predestinación? ¿Cosas del libre albedrío?
Barrabás, el barbirrojo, el bandido, el que hace el amor con una mujer de labio leporino, nació en la calle, producto de la violación múltiple de su madre, una moabita, que murió después de dar a luz a Barrabás (significa “hijo del padre”), el sujeto que preferiría la oscuridad y que toda su vida fue un gran solitario.
Rey Jesús, del nunca bien ponderado Robert Graves, es una novela perturbadora, en la que el “Simple” es el auténtico heredero del trono de Herodes, y es un profeta que sigue la ley judía. ¡Ah! y qué tal para estos días de reposo y procesiones, volver al cretense Kazantzakis, con su vida de San Francisco (El pobre de Asís), tal vez el único santo que así merece llamarse en la cristiandad, y que se puede poner de moda gracias al papa argentino. Y con sus Cristo de nuevo crucificado y La última tentación.
Quizá son días para encontrarse con la Imitación de Cristo, de Kempis, o para decir en voz baja un soneto místico, tal vez el más bello de todos los sonetos, como es el dedicado por un poeta anónimo a Cristo Crucificado: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido…”. O detenerse a meditar en el Cristo “anarquista” que nos muestra el francés Ernest Renan.
Por mi parte, he llamado a varios libreros y ninguno me da cuenta de El hombre de Cirene. Tal vez desapareció hace años de todos los catálogos. Y puede que también nadie esté interesado hoy en leer una novela sobre un tipo que viajó del norte de África a Palestina para encontrar un destino: ayudar a cargarle la cruz a un condenado a muerte.