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De diciembre, judíos y literatura

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Reinaldo Spitaletta
27 de diciembre de 2011 - 08:30 a. m.
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Diciembre es asunto de cultura. Y, claro, de consumo. Decía una señora, mi vecina, muy perspicaz, que sería bueno recordarles a los cristianos que estaban celebrando el nacimiento de un judío. Y al mismo tiempo, otro vecino, que resultó ser más irónico, contestó que si no era cierto que a ese judío lo habían matado sus propios congéneres. Y así, entre risas y chascarrillos, la conversación fue derivando hacia lecturas, platos, gustos y los tumultos en las zonas comerciales.

Diciembre, para los que habitamos en barrios, es la posibilidad de entrar en contacto con el vecindario. Todavía hay quien te mande el plato de natilla con buñuelos o el que te invite a pasar a su casa a degustar un café o un trago. Menos mal. Porque diciembre, pese a que hay quienes cantan “Maldita Navidad” o hasta un presidente que quiere hacer aparecer como culpable de los desastres invernales a la “maldita Niña”, es un mes para volver a lecturas como las de Dickens y el avaro almacenista Scrooge, o rememorar algún cuento de O. Henry, o a Carrasquilla con El rifle en el frío bogotano, y así, que lecturas navideñas hay para dar y convidar.

A propósito de lecturas y judíos, con doña Rosa, otra de mis vecinas, tuve la ocasión de un palique de acera. Ella, tan devota de la literatura judía, decía que nadie escribe mejor que los de esa condición cultural y religiosa; incluso, en son de charla, me decía que me regalaba, como si yo fuera un amante de pesebres y novenas navideñas, a Joshua, Joseph y Miryam, y yo le contesté que me gustaban más los tres reyes magos, que ni eran reyes ni magos ni tres. Y así la charla transpuso la jocosidad para tornarse seria cuando le dije que había musulmanes y católicos y protestantes y ateos que escribían muy bien, que la buena escritura no era asunto de religión o de falta de ella.

“Ve, entonces espero que alguno supere el libro de Job”. Y aquí fue Troya, porque a ella, que tiene como su texto de cabecera al doloroso patriarca bíblico, que sin duda es un libro imprescindible, le contesté que en el arte y la literatura no es cuestión de superar una obra a otra. Ni la Odisea, ni la Ilíada, ni la Comedia (llamada Divina), ni el Quijote, ni Madame Bovary, superan, por ejemplo, a En busca del tiempo perdido, que todos son clásicos, libros que nos siguen interrogando, inquietando, despertando. Cien años de soledad no supera a Gargantúa y Pantagruel, ni estos libros (son cinco en uno), superan a el Satiricón.

Así que diciembre en la esquina nos permitió otra vez conversar en torno a que la idea de progreso no cabe en el arte. Que El Bosco y Picasso nada tienen que ver con que uno supere al otro. Los dos nos han hecho la vida diferente y ambos, con muchos otros (músicos, científicos, poetas…), nos reconcilian con el hombre, que las más de las veces no es solo lobo, sino una especie de leviatán, también un monstruo bíblico que representa con acierto y de modo azaroso la parte oscura de la humanidad.

Doña Rosa, que está bajo el inteligente influjo de Primo Levi, Bashevis Singer, Canetti, Joseph Roth (que igual tiene un perturbador Job), Bellow, Samuel Agnon, en fin, es lectora todo el año, pero en diciembre comienza a provocar con sus escritores judíos, extraordinarios, claro, como los hay fuera de serie entre negros y blancos, japoneses, budistas, indios de la India, cristianos y ateos. Que uno no puede dejar de leer, por decir algo, a Celine o a Hamsun porque fueran simpatizantes nazis. O a Shakespeare (doña Rosa le tiene altar en su casa) por sus deslices antisemitas en El mercader de Venecia y Otelo.

Diciembre, en efecto, es materia de cultura. Y de vulgar consumo. Es lindo todavía en el barrio, en el que habita gente como doña Rosa y una hermosa chica de reggaetón.

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