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¿Qué significan más de cien mil personas en un parque y miles más afuera, vitoreando y convirtiendo en héroes a unos muchachos futbolistas y a su entrenador?
¿Qué sentido tiene que un país se paralice para ver un cotejo, como ocurrió cuando Colombia se enfrentó a Brasil? Y tantas más preguntas pueden hacerse en torno a los símbolos y representaciones que genera el fútbol, a sus pasiones y aun a sus desventuras y conmociones dolorosas.
Y vuelve aquí aquella frase de un cuento de Borges, convertida en lugar común: “¿qué es ser colombiano? Un acto de fe”. Y, en efecto, parecía la muchedumbre (y habría que diferenciar entre masa, multitud y muchedumbre) un conglomerado de feligreses atrapado por la adoración. Llegar a esas “cumbres” del sentimiento, a estados extáticos y contemplativos, solo se ha visto en experiencias místicas. Exacerbación. Idolatría.
Antes, seguramente, un prócer, un héroe de gestas libertarias, se transmutaba en símbolo patriótico, en paradigma de luchas y de la cultura de una territorialidad, de una nación. Hoy, ante la ausencia de otros valores (o antivalores), el deportista asumió el rol del antiguo elegido de los dioses, y aun del poeta. Los homeros, los dantes, los petrarcas, fueron sustituidos por futbolistas que, en algunos casos, tocan las esferas del mito.
Y no es porque haya carencia de otros seres paradigmáticos, sino porque, en rigor, las cámaras, flashes, páginas de diarios y pantallas se vuelcan en torno a las hazañas deportivas, sin descontar el extraordinario negocio universal que representan hoy deportes como el fútbol. La misma dimensión no se le otorga a un científico, a un escritor o a un dramaturgo. Shakespeare pesa menos hoy que un jugador de la Liga Inglesa.
Pero volvamos a nuestro suelo. Quizá se pueda decir que estos muchachos de la selección Colombia representan lo mejor de un país, incluso porque, dentro de sus actitudes, ya no se notan, como pasó en 1990 y 1994, las de aquellos futbolistas que estaban del lado de mafiosos y de sus negocios turbios. Puede ser. O tal vez somos un país destinado al sufrimiento permanente, lleno de violencias y desafueros, y lo único que nos queda como paliativo es un equipo de fútbol.
Nunca antes ningún seleccionado nacional había llegado tan lejos ni despertado tanto furor. De pronto, el reggaetón quedó opacado por la cumbia. Las banderas, que ni siquiera flamean en las “fiestas patrias”, ondearon en todas las fachadas, en cantinas y estaderos, en taxis y buses. Hubo un desborde de sentimentalidad, incluso en aquellos que poco gustan del fútbol. Y quizás como nunca antes, hubo tantos hijueputazos a un árbitro, como los proferidos contra el españolito que parecía comprado por la FIFA y el gobierno de Brasil, que mínimo debió haber expulsado al arquero carioca cuando cometió el penalti a Bacca y validado el gol legítimo de Yepes.
Uno se pregunta por qué volcarnos a las calles para recibir con júbilo a estos sí buenos muchachos (algún presidente colombiano denominaba así a delincuentes y otros patanes), y cuando se requiere llenar las calles con alguna protesta social, por ejemplo, contra los malos servicios de salud, contra tantas injusticias cotidianas, nos tornamos apáticos e indiferentes. O puede ser que temamos ser víctimas de un “falso positivo”, o a que nos desaparezcan por “terroristas”, etc.
Lo que sí parece evidente es que una selección de fútbol devolvió la fe (¿la fe en qué?) a un poco de gente. Quizás la fe en que hay jóvenes dedicados con disciplina al deporte (como los hay tantos concentrados en las artes, las letras, las ciencias, la investigación, las artesanías…), y no al sicariato y otras delincuencias. De todos modos, pasó como en los carnavales, como en la fiesta: se produce una momentánea ficción de igualdad, de armonía social… y luego, vuelve el pobre a su pobreza, y el rico a su riqueza. Y listo.
Al final de la partida, lo que sí queda claro es que José Mujica, el presidente de Uruguay, tenía razón cuando le preguntaron por la sanción a Suárez, convertido ahora en tragicómico héroe de aquel país. Creo lo mismo que él: los de la FIFA “son una manga de viejos hijos de puta”.
