Podría decirse, para estar a tono con las efemérides bicentenarias, que este ha sido un país de pícaros, con poca o ninguna manifestación literaria de novela picaresca.
Pícaros en el gobierno y pícaros en la calle. Incluso, hasta llegamos a ufanarnos por tales caracterizaciones. Somos dolosos, ruines, faltos de honra y vergüenza. Y eso nos enorgullece. ¿Hasta dónde hemos caído?
Porque ahora resulta que la condición de ser pícaros y acudir a las picardías está bien. Es como asunto de humor, una travesura de muchachos de esquina. O eso es lo que deja entrever, por ejemplo, el candidato oficial Juan Manuel Santos, al defender la “cuña” propagandística en la que aparece una imitación de la voz de Uribe: es sólo una expresión de humor, dice, y no como debe llamarse una impostura, una falsedad. Una picardía, o sea, una acción propia de un pícaro.
Claro que en un país lleno de simulaciones y engañifas, las trastadas como las de la “publicidad política pagada” en cuestión son sólo una manifestación de humor. ¡Ah, y qué mal humor! Parece como si nos hubiéramos acostumbrado a tantas picardías de ayer y de hoy. A la entrega de Panamá, a haberles regalado el petróleo a los yanquis (y si no que lo muestre don Marco Fidel Suárez), a los fraudes electorales, como aquel famoso de 1970 (y si no que lo digan el fantasma de Carlos Lleras Restrepo y su ministro de Gobierno). Y, en fin, a tantas miserias y trampas.
Ahora, según los razonamientos del candidato uribista más “connotado” (porque hay en estos comicios otros candidatos uribistas, como Noemí, Mockus, Vargas Lleras…), lo de la cuñita es parte de una humorada. De esa manera, podríamos caer pronto en señalar que los “falsos positivos” son parte de una travesura, de una maniobra inocente de soldaditos en la que nada tenían que ver los oficiales ni los ministros ni el Estado. Se trataría, entonces, de una “picardía”, palabra a la que se le quiere borrar todo su sentido y significado de ruindad, de vileza y de maldad.
Como va el cuento, todo va a ser parte del humor. De esa manera, los implicados en el espionaje y otras maniobras siniestras promovidas por el DAS argüirán que era para ponerle un poco de sabor al país. Que además ya Uribe se lo había empezado a colocar cuando dijo que había un grupo de ONG dedicadas al terrorismo, que bajo el pretexto de la defensa de los derechos humanos, ocultaban otras intenciones. Sí, todo eso era un chistecito.
Y el chistecito tenía que ver con persecución a periodistas críticos, a opositores del gobierno, a magistrados. Ahora, se podrá decir que el cambio del “articulito” que permitió la reelección presidencial era también una exteriorización del humor, por eso había que comprar votos, repartir notarías, feriar conciencias. La yidispolítica, vista con esos ojos, sería sólo una comedia y no la manifestación de la ilegalidad, de las trampas, del delito de cohecho. No, pobrecitos Sabas y Palacios, sólo eran comparsas, piezas de una representación de guiñol.
Digo, entonces, que con esa observación “santista” todo puede reducirse al grotesco, a fragmentos de sainetes, a pintar como inofensivo y válido lo que, en rigor y en el fondo, no es más que la expresión de comportamientos criminales y delictivos. Según esa mirada (que no deja de ser torva y maquiavélica) el caso ocho mil fue un chiste, lo mismo que la parapolítica, las pirámides, los asesinatos de sindicalistas, la macartización a disidentes…
Parece, en un país de poses y otras mentiras, que a la gente, como decía un filósofo de pueblo, se le ha negado la libertad. Y lo mismo le da votar por Olaya que por Laureano. Y lo peor: “toleran la inmundicia de nuestros gobiernos”. Por eso, es factible que un candidato apele a la propaganda negra y le parezca muy humorístico incurrir en la picardía.
Por eso –y por otras razones- se ha impuesto el “todo vale”, la cultura mafiosa, la entrega del país a potencias extranjeras… Es más importante el pícaro que el honrado. Y ser pícaro da carácter. Y también da votos, caramba.