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De votaciones y monjitas

Reinaldo Spitaletta

26 de octubre de 2015 - 09:00 p. m.

Las monjitas (unas dominicas, de hábitos color crema) venían del puesto de votación, y el portero del convento les dijo que si a ellas les había tocado votar cuando había que meter el dedo en un frasco de tinta roja.

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Las uniformadas sonrieron y asintieron. “A mí nunca me tocó eso”, afirmó el hombre. “Ah, es que sos muy joven”, agregó una de ellas. Aquellas jornadas, cuando había las elecciones de Mitaca (término conectado con la cosecha de café) y las presidenciales, eran una suerte de subasta carnavalesca.

Había amontonamientos, pitos, bocinas, también peleas a machete, a puños, despelotes. Se ofrecían los sobrecitos con las listas. Colorido de camisetas. Una farsa en la que los auténticos payasos eran los candidatos. Y los votantes salían en manada, y algunos decían, en son de burla, que los sufragantes iban como reses al matadero. “Van a votar por sus verdugos”, avisaban los abstencionistas. Y así continuaba el sainete.

Las monjitas de marras hablaron algo de eso con el portero. Y yo, tras pararme a escuchar de puro metido, sonreí y saludé, y seguí mi camino, hacia el puesto de votación, y fue ahí, en ese instante, cuando me acordé de Kafka, o de unas palabras que le atribuyen al autor de El Proceso: “un idiota es un idiota, dos idiotas son dos idiotas. Diez mil idiotas son un partido político”.

Y no estoy muy seguro de que en Colombia haya partidos políticos, en el sentido clásico del término, que nació en la revolución francesa y tuvo acogida en los procesos de creación y consolidación de naciones. Además, durante casi doscientos años no hubo sino bipartidismo, que se perfeccionó en el Frente Nacional, excluyente y que contribuyó a mantener el dominio de la oligarquía. Después, en los tiempos del exdictadorzuelo Rojas Pinilla, surgió otra colectividad, denominada el “tercer partido” (la Anapo), que, por lo demás, desconocía que ya hacía rato en la republiqueta existía el Partido Comunista, al que López Pumarejo bautizó “el partido liberal chiquito”.

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Digo que no sé si esas organizaciones liberales conservadoras, que tampoco es que tuvieran muchas diferencias en sus concepciones, y que, por ejemplo, el liberalismo tuvo sus últimas apariciones radicales en la Guerra de los Mil Días, tras la cual arrió sus banderas ideológicas, hubieran seguido siendo partidos. Más bien, banderías. O facciones montadas para los comicios. Las diferencias de fondo entre ambos se fueron diluyendo. Mantienen su nombre para efectos electorales.

Así que más que partidos, lo que se notan son secuelas del clientelismo, de los vicios gamonalistas, del caciquismo, que ha sido mentalidad de largo aliento en el país. Y en ese sentido, aparecen, más que obsoletos liberales, o conservadores, o incluso comunistas (también conservadores), “santistas”, “uribistas”, “vargaslleristas”, “pastranistas” y otros atentados contra la razón y las ideas políticas.

Los feudos son parte esencial del “hacer política” en Colombia. Unos apelan a la demagogia. Otros a esta y a la alianza, soterrada a veces, abierta en otros casos, con “fuerzas oscuras”. Y todos, en ocasiones con razones sociales impostadas y rimbombantes (“Creemos”, “Compromiso ciudadano”, “Pensando en grande”, “Recuperemos Bogotá” y un largo etcétera), en nada difieren de los viejos y cuasi extinguidos partidos tradicionales. Es más, son parte de las doctrinas neoliberales, amantes de las privatizaciones, enemigos de lo público. Los mismos con las mismas, que decían antes.

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El panorama electoral sí que ha cambiado desde los tiempos en que las faenas comiciales eran una sucursal de plaza de mercado. Había pregoneros, arrastradores, vendedores de promesas de última hora, además de acordeones, güiros, tamboras y cornetas. Un festín en el que ganaban los de siempre, congregación en torno a un bazar de idiotas útiles e inútiles. Hoy, claro, y las monjitas lo saben, los mecanismos son distintos, tal vez más tranquilos. Sin tanta ebullición ni bullerengue.

Además de recordar la frase del Solitario de Praga sobre los partidos políticos, y cuando ya me disponía a depositar los tarjetones en una caja de cartón (urna y votos reciclables), vino como un recuerdo inesperado aquel grafiti: “si votar sirviera para cambiar algo, ya lo hubieran prohibido”. Los papeles cayeron al fondo. Por lo demás, Mafalda ya lo había advertido: para votar no solo se necesita cédula. Hay que tener memoria. Y de esta última, según los resultados, parece que no hubo casi nada.

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