Las banderas de la guerra o las de la paz son chéveres para hacer política. O demagogia.
Ambas categorías trascendentales en la historia humana, sirven para agitar la parroquia o el mundo. Y, en ocasiones, para aprender geografía. Quizá por eso hemos sabido del Peloponeso, pasando por las guerras púnicas, las Galias, Numancia, hasta llegar a Pearl Harbor, las Malvinas, Faluya o el Caguán. Esta última población del Caquetá la hicieron célebre Pastrana, Tirofijo, los reporteros y, por qué no, la señora Íngrid.
Entonces fotografiarse con Tirofijo o con Raúl Reyes daba réditos. Desde antes de establecerse en San Vicente del Caguán la zona de distensión, ya las Farc aparecían, entre otros asuntos, como grandes electoras. Pastrana (que en su campaña electoral trató de ocultar su apellido, tal vez para no conectarlo con los días horrorosos de su padre presidente) fue una muestra de aquello. Pastrana, el que sirvió como intermediario del gran negocio montado por los gringos, con el nombre de Plan Colombia, fue elegido porque aspiraba a hacer la paz con las Farc.
Después, como se sabe, una de las secuelas más espantosas del fracaso del Caguán, fue la elección de Uribe, que quería hacer la guerra con “la Far”. Así que como se trate a la guerrilla, tanto en querencias de paz como de guerra, se puede ser presidente de la república. Como sea los fantasmas de Tirofijo y Reyes todavía merodean por el Caguán y dicen que sus seguidores continúan extorsionando, vacunando.
Un expresidente, sobre todo de Colombia, será siempre culpable de las desgracias de su país. Sin embargo, ninguno de ellos lo reconocerá, y más bien dirá que durante su período el país avanzó, se acabó la pobreza, hubo más empleo, mejoró la salud, la educación y blablabla. Según Andrés (así se promocionaban sus carteles electorales hace tiempos), diez años después de la experiencia caguanesca el país goza de buena salud. Y vuelve con el cuento de que la “economía navega optimista por aguas tranquilas” (El Tiempo 19-02-2012).
Bueno, a lo mejor la economía de los monopolios y grandes grupos financieros, sí anda bien. No sé la de la gente del común, la del desempleado y la del que vive (?) con un salario mínimo. Pastrana, que obedeció a Clinton cabalmente para el Plan Colombia (ah, y hasta la CIA contribuyó con fusiles para las Farc), y que de alguna manera el Caguán estaba inscrito dentro de ese negocio, advierte en su análisis que aquellos diálogos fueron distintos a los de Ralito, en los que, según él, los paramilitares y “narcotraficantes de vieja data se sentaron a la mesa con el Estado, esta vez para pactar, no para negociar”.
Pastrana anota que como consecuencia de Ralito aparecen más de veinticinco mil falsos desmovilizados, “un comisionado de paz fugitivo”, el DAS comprometido en chuzadas y otros delitos, y todo lo que ya se sabe vino después del “despeje de Ralito”, en el que no hubo agenda y en el cual se dieron -palabras de Pastrana- “pactos perversos”. El Caguán o su fracaso, “disparó” a Uribe. Ocho años en el que el estado de derecho sufrió reveses, se impuso el autoritarismo y campearon la corrupción y la politiquería como tal vez nunca antes se había visto en el país. Pastrana y Uribe coinciden en que ambos obedecieron las mismas órdenes de Washington, el Fondo Monetario, conservaron los intereses de la metrópoli en su coto de caza, etc.
A diez años de la finalización de las negociaciones, el país poco ha cambiado en lo que se refiere a la justicia social, a la repartición de la riqueza, a la composición de la propiedad de la tierra. Aumentaron los desplazados, las miserias, las inequidades. Los poderosos no sólo siguen agrandando el tamaño de su panza, sino de sus caudales. Y no faltan, como hace tiempos, los que tengan que hacer sopa de papel periódico o dormirse con el estómago vacío. Qué le vamos a hacer.